MODELO DE DOMINACION, TRADICIONES IDEOLOGICAS Y FIGURAS DE LA MILITANCIA1

Maristella Svampa

Voy a comenzar con una auto­presentación. Alejandro Kaufman, también aquí presente, recordaba una conversación telefónica que mantuvimos hace unos días, y subrayaba que nosotros, en tanto profesores de la Universidad estatal, somos trabajadores públicos, empleados públicos. Yo opiné que había que ver cuál era la significación de esa caracterización, pues en realidad a nosotros el Estado nos paga para que seamos “expertos”. En este sentido, no va de suyo que seamos intelectuales, que hagamos intervenciones públicas como éstas. Y esta tarea no es fácil, pues tampoco el intelectual se confunde con el activista. En realidad, la tarea del intelectual se define en un equilibrio muy frágil que se establece entre el compromiso y el distanciamiento, uno y otro necesarios para la comprensión y la reflexión social. Por otro lado, y por sobre todas las cosas, la función intelectual es la de establecer conexiones, crear puentes y vinculaciones entre distintos mundos.El intelectual se define, de alguna manera, por su naturaleza anfibia, por su pertenecencia a diversos mundos. Para nosotros, éste es el gran desafío ante una sociedad que está muy fragmentada y, sobre todo, ante la proliferación de expertos que solo hacen intervenciones autoreferenciales, sin establecer las conexiones o puentes con otras realidades. A eso apunta, creo yo, la Universidad pública que existe hoy en Argentina: a formar expertos, antes que intelectuales.
Sobre la temática que nos convoca hoy, yo quisiera hacer subrayar tres ejes, o al menos avanzar tres temáticas para la discusión: 1­Hacer una caracterización del modelo de dominación, 2­Reflexionar sobre la colisión de las tradiciones ideológicas a la que asistimos a partir de 2002­2003, ­Delinear algunos rasgos de las figuras de la militancia que hoy asoman como tendencias mayores.
Quiero aclarar que no voy a detenerme en un análisis de la significación de las jornadas del 19 y 20 de diciembre del 2001. En realidad, como dijo antes Claudio Lozano, esas jornadas deben insertarse en un proceso de movilización mayor, que presenta diferentes etapas o ciclos. Uno de ellos se inició en 1996/97, a partir del surgimiento de las organizaciones de desocupados. Otro ciclo se abre con las jornadas de diciembre de 2001, que marca la presencia de diferentes movilizaciones y sujetos sociales.No olvidemos que el 2002 fue un año absolutamente extraordinario en el doble sentido del término. Primero, porque anunció una crisis generalizada –tanto en lo económico como en lo social y lo político ­. Segundo, porque dio emergencia a un nuevo protagonismo social, a partir de las múltiples movilizaciones y experiencias de auto­organización.En este sentido, y más allá de los avatares presentes, lasjornadas del 19 y 20 de diciembre tuvieron una gran productividad y abrieron a un nuevo escenario político.
1) El modelo de dominación
En América Latina, la entrada en nuevo orden socio­económico implicó la conjunción de dos procesos diferentes: por un lado, la profundización de la trasnacionalización de la economía; por el otro, la reforma drástica el aparato estatal, que produjo el desmantelando el marco regulatorio del régimen anterior. Este doble proceso, que atravesó en gran medida el conjunto de los países latinoamericanos, desembocó en la institucionalización de una nuevadependencia, cuyo rasgo común sería la exacerbación del poder conferido al capital financiero, a través de sus principales instituciones económicas(FMI, Banco Mundial).En este nuevo escenario, la economía se separó y autonomizó, disociándose bruscamente de otros objetivos, entre ellos, la creación de empleo y el mantenimiento de un cierto estado de bienestar, ejes del modelo de acumulación anterior.
Esos procesos resultaron ser más destructivos en la periferia globalizada que en los países desarrollados, en donde los dispositivos de control público y los mecanismos de regulación social suelen ser más sólidos, así como los márgenes de acción política de los propios Estados nacionales, bastante más amplios. En fin, en estas latitudes el proceso de “reestructuración” del Estado fue crucial. En realidad, antes que “extinguirse” o aparecer como un fenómeno “residual”, el Estado fue reformulado y reapareció bajo nuevos ropajes.El caso argentino aparece aquí como paradigmático.Por un lado, a lo largo de los ´90, la drástica reconfiguración de las relaciones entre lo público y lo privado tuvo como resultado el vaciamiento de las capacidades institucionales del Estado. Por otro lado, la dinámica de consolidación de una nueva matriz estatal se fue apoyando sobre tres dimensiones mayores:el patrimonialismo, el asistencialismo, y el reforzamiento del sistema represivo institucional.
En efecto, en primer lugar, asistimos a la emergencia de un Estado patrimonialista, esto es, al servicio de la lógica del nuevo modelo de acumulación del capital, que tendría a su cargo impulsar el desarrollo de la dinámica privatizadora, favoreciendo la constitución de mercados monopólicos, protegidos por el propio Estado. En segundo lugar, en la medida en que las políticas en curso implicaron una redistribución importante del poder social (generando un contingente amplio y heterogéneo de “nuevos perdedores”), el Estado se vio obligado a reforzar las estrategias de contención de la pobreza, por la vía de la distribución –cada vez más masiva­ de planes sociales y de asistencia alimentaria a las poblaciones afectadas y movilizadas.En tercer y último lugar, el Estado se encaminó hacia el reforzamiento del sistema represivo institucional, apuntando al control de las poblaciones pobres, así como a la represión y criminalización del conflicto social. Así, frente a la pérdida de integración de las sociedades y el creciente aumento de las desigualdades, el Estado aumentó considerablemente su poder de policía, lo cual implicó un progresivo deslizamiento hacia un“Estado de seguridad”.
Este cambio de matriz societal fue acompañado por grandes transformaciones de la política, que daría origen a un nuevo modelo de dominación, asentado sobre tres ejes: una determinada articulación entre política y economía, un estilo de acción política y nuevas estructuras de gestión.Así, el primer rasgo y tal vez el más notorio del“modelo argentino” fue sin duda el alcance que tuvo la subordinación de la política a la economía, como resultado del reconocimiento de la“nueva relación de fuerzas”. En los primeros años, esta sumisión de la política a la economía formó parte de una estrategia mayor de legitimación que, apoyada en la situación de emergencia, se esforzaba en subrayar el carácter ineluctable de las reformas. Dicha estrategia apuntaba a despolitizar las decisiones, restarle su carácter contingente, producto de una conflictualidad, enfatizando con ello el carácter unívoco de las reformas. En este sentido, el establishment político se esforzó en dar por sentado la identificación entre orden liberal y nueva dinámica globalizadora, naturalizando por ende, la nueva dependencia.
En la mayoría de los países latinoamericanos, estos procesos se apoyaron y, en consecuencia, terminaron por reforzar la tradición presidencialista existente. En algunos casos, como el argentino, la confluencia de una tradición hiper­presidencialista y una visión populista del liderazgo (marcada por la subordinación de los actores sociales y políticos al líder), aceleró la desarticulación de lo económico respecto de lo social, al tiempo que garantizó el proceso de construcción política de una suerte de “nueva soberanía presidencial”, frente al vaciamiento de la soberanía nacional, que emergió así como la clave de bóveda, esto es, la pieza fundamental, del nuevo modelo de dominación política.
El tercer elemento del modelo esla triple inflexión de la política como gestión. Esta inflexión se refiere al pasaje a un determinado modo de “hacer política” vinculado al mandato de los organismos multilaterales, que puede ser sintetizado como un nuevo modelo de gestión estatal. Las nuevas estructuras de gestión se asientan sobre tres características fundamentales: la exigencia de profesionalización, la descentralización administrativa y la focalización de la política social.Dichas estructuras se nutren de un modelo de gerenciamiento, “la cultura del management”. Según esta concepción, la profesionalidad y el conocimiento colocarían al experto en una posición óptima para aprehender el interés público o general y, en consecuencia, para implementar las políticas más adecuadas. A su vez, esto fue acompañado por un proceso de descentralización administrativa del Estado, sobre todo de la salud y la educación. Asimismo, la focalización de políticas sociales conlleva intervenciones territoriales muy precisas en relación al cada vez más empobrecido universo popular, que tiene como telón de fondo el quiebre o desdibujamiento del mundo obrero. Dichos ejes fueron la clave para la reformulación desde el Estado de la relación con las organizaciones sociales, peronistas y no­peronistas. Como consecuencia de ello, las nuevas estrategias de intervención territorial fueron produciendo un entramado social en el cual se insertaron las organizaciones comunitarias, cada vez más dependientes de la ayuda del Estado.
Estas políticas tuvieron un fuerte impacto en el mundo popular, acentuando el proceso de territorialización que venía viviéndose desde la última dictadura militar. Por un lado, el escenario daría cuenta de la transformación del peronismo en relación al mundo popular, en la medida en que éste dejará de ser una contracultura política para transformarse en “clientelismo afectivo” y, en el límite, en un puro lenguaje de dominación que se apoya sobre intervenciones territoriales focalizadas.Por otro lado, la territorialización irrá develando la emergencia de un denso tejido organizacional, en el cual adquiere cada vez mayor relevancia la difura de los militantes sociales.Esta red de militantes sociales le va a otorgar, sin dudas, un nuevo colorido a ese mundo popular.
Cierto es que entre 1999 y el 2001, con la gestión de la Alianza, ese modelo de dominación asentado tanto en la sumisión de la política a la economía, en el liderazgo de tipo presidencialista, decisionista; en triple inflexión de las estructuras de gestión, se desmantela, se desencastra, se desarticula. Pero se desencastra de manera provisoria, no definitiva. A partir del 2003, con Kirchner asistimos a una recomposición de ese modelo de dominación, visible en la reafirmación de la continuación de ciertos elementos, como el decisionismo y la consolidación de las estructuras de gestión, garantía misma del modelo asistencialista y clientelar.. Esta continuidad fue facilitada nuevamente por la convergencia entre una tradición hiperpresidencialista y una visión populista del liderazgo.
En relación al estilo de acción política, el presidente Kirchner se hizo cargo de ambos legados. Al igual que Carlos Menem –diferencias de contexto estructural mediante–, Kirchner retomó ese espacio y fortaleció aun más el lugar de la soberanía presidencial, pero con el objetivo de redefinir y otorgar mayor variabilidad a la relación entre economía y política. Así, puede afirmarse que existe una suerte de “recuperación del espacio de la política”, en la medida en que Kirchner logró construir nuevos márgenes –variables– en dicha relación, en el contexto de la nueva dependencia. Sin embargo, la relativa “recuperación de la política” se ha hecho en provecho del fortalecimiento de la soberanía presidencial, de la ampliación de la esfera de decisionismo y personalismo del Ejecutivo y, por ello, en desmedro de las propuestas de innovación y democratización política.
Por otro lado, y aunque pareca paradójico, la crisis del 2001 otorgó al peronismo una nueva “oportunidad histórica”, pues le permitió dar un enorme salto a partir de la masificación de los planes asistenciales. Además, este proceso se vio fortalecido por la dinámica de “reperonización” de importantes organizaciones piqueteras (FTV, Barrios de Pie), caracterizadas por una fuerte matriz populista. En este nuevo escenario, los dispositivos del clientelismo afectivo se potenciaron y, a la vez, se transformaron, asegurando así la consolidación del modelo“desde abajo”.
2) La colisión de las tradiciones ideológicas
La Argentina actual presenta una faz paradójica. Por un lado, el país aparece recorrido por una proliferación de conflictos y movimientos sociales, en torno a temas como el reclamo salarial, las demandas de los desocupados y la defensa del habitat, entre tantos otros. Un conjunto de acciones colectivas que, en gran parte, presenta un fuerte anclaje territorial, una clara propensión a la organización asamblearia y abarca una multiciplicidad de organizaciones y movilizaciones sociales. Gran parte de estas movilizaciones sociales han sido y son portadoras de una politicidad que desafía tanto los límites como las distorsiones estructurales del sistema representativo vigente.
Por otro lado, pese a la tan mentada crisis del sistema institucional y de los partidos políticos tradicionales, manifiesta a partir de 2001, pese a la vitalidad de las acciones y movimientos sociales, éstos presentan una gran dificultad por constituirse en una nueva alternativa político­social o, de manera más modesta, de lograr una traducción político­institucional que apunte a una real vinculación entre los diferentes actores sociales y políticos movilizados. Más aún, las elecciones parlamentarias de octubre de 2005 parecen indicar que “desde arriba” el escenario político se halla cada vez más caracterizado por una suerte de “peronismo infinito”, hoy fortalecido tanto por el debilitamiento de los restantes partidos tradicionales como por la la pérdida de los pocos escaños que poseía la izquierda parlamentaria, mientras que “desde abajo” el desarrollo de una fuerte política asistencial y clientelar, a lo que hay que sumar la crisis de las organizaciones de desocupados, asegura al partido en el poder su reproducción política, en la relación con los sectores populares más vulnerables.
En este eje me gustaría hacer referencia a algunos de los principales obstáculos que presentan los movimientos sociales en su proceso de articulación político­social, a nivel interno.Acerca de los factores externos sólo quisiera hacer mención, una vez más, a la productividad política del peronismo, la cual se nutre menos de una supuesta vocación de poder que estaría ausente en sus opositores, que de un hábil liderazgo presidencial que sintetiza legado decisionista y eficacia populista, así como de una demanda de normalidad institucional vehiculada por una sociedad golpeada por el desvanecimiento de la ilusión neoliberal(la pertenencia a un supuesto “Primer Mundo”) y la posterior amenaza de disolución social, vivida bajo la gran crisis de 2001­2002. Por supuesto, todo ello no es independiente del contexto de fuerte crecimiento económico que atraviesa el país.
En realidad, quisiera mencionar algunos de los factores propiamente internos que dificultaron una verdadera articulación del espacio militante. Para ello, voy a referirme al estado actual de las tres vertientes que recorren hoy el campo de las izquierdas. Sin duda, lo más notorio dentro del espacio militante ha sido la creciente fragmentación organizacional, lo cual se halla ligada a las posiciones y diagnósticos asumidos por las distintas corrientes de la izquierda. En realidad, lejos de buscar las convergencias estratégicas, las diferentes vertientes ideológicas han potenciado el conflicto interno y, con ello, la divisiónad infinitumde movimientos y organizaciones. Veamos más precisamente los problemas y dificultades expresados por cada una de estas vertientes.
En primer lugar, en todo este proceso cabe una responsabilidad mayor a la izquierda partidaria,sobre todo en sus diferentes variantes del trotskismo, cuyo grado de dogmatismo ideológico, cuya visión cortoplacista del poder, del sujeto político y, por consiguiente, de la estrategia de construcción política, han sido mayores. La misma caracterización de “argentinazo” referido a las jornadas de diciembre de 2001 alimentaba la apelación a la movilización constante que tenía, sin dudas como horizonte, la figura de la insurrección. En ese sentido, fueron notorios los errores de diagnóstico político realizados por la izquierda partidaria, sobre todo, en lo que se refiere a la negación del cambio de oportunidades políticas(la redefinición del escenario político a partir de 2003 y la demanda de “normalidad”)como a la subestimación de la productividad del peronismo.Esta ceguera ideológica contribuyó al éxito del proceso de deslegitimación y aislamiento social de las organizaciones de desocupados que llevará a cabo el gobierno nacional a partir de 2003.
Por otro lado, hay que tener en cuenta que las inveteradas tentativas de la izquierda partidaria por forzar una suerte de hegemonía dentro del campo militante suelen terminar, más temprano que tarde, en fuertes implosiones organizacionales e ideológicas, lo cual se ha venido traduciendo en el vaciamiento del capital político y simbólico de los nuevos movimientos. Así sucedió en 2002 con las incipientes asambleas barriales; entre 2003 y 2004, el proceso alcanzaría a las organizaciones de desocupados. Además, en tiempos electorales los partidos de izquierda suelen acentuar el énfasis instrumental respecto de las organizaciones sociales, en detrimento de su autonomía decisional (concepto por demás tabú al interior de los partidos) y del desarrollo de una lógica de construcción más territorial(ligada al trabajo comunitario y los emprendimientos productivos), tan inherente a las organizaciones de desocupados. En este sentido, la izquierda partidaria refleja una perspectiva muy “clásica” de lo que es la sociedad, basada en el modelo fabril, salarial, el cual impregna su lectura acerca de las clases sociales, el poder y el Estado. En fin, esto alimenta una visión muy miserabilista acerca de la nueva red de militantes sociales y de la tarea que realizan las nuevas organizaciones sociales; todo lo cual se traduce en una gran dificultad por entender los elementos innovadores de las nuevas organizaciones y la potencialidad de ciertas experiencias de recreación de los lazos sociales desde el mismo barrio.
En segundo lugar, podemos señalar el rol más reciente que puede adjudicarse a la izquierda populista, que ha terminado por reactivar los elementos más negativos de la tradición nacional­popular, a partir de su alianza con N.Kirchner. Quiero aclarar qué entiendo por populismo o matriz nacional­popular (que utilizo de manera indistinta y sin connotaciones peyorativas).Para decirlo de manera esquemática, la matriz nacional­popular se asienta sobre tres principios o afirmaciones mayores:
­La conducción a través del líder (un liderazgo carismático o personalista, según los casos, con fuerte retórica nacionalista).
­Las bases sociales organizadas(la figura del Pueblo­Nación).
­La constitución de una coalición interclases, condición para una redistribución de la riqueza más equitativa (un modelo socio­económico integrador, que implica la afirmación del Estado).
De esta manera, la tradición populista presente diferentes variantes, según los ejes que estén presentes y la manera como se articulen entre ellos.En este sentido, hay que señalar que la tradición populista argentina retoma elementos diferentes respecto de aquellas otras experiencias que recorren el continente, como es el caso de Bolivia, donde la tradición nacional­popular reaparece ligada a las demandas de nacionalización de los hidrocarburos, que proclaman el conjunto de los actores movilizados.Asimismo, pese todas las afinidades –más deseadas que efectivamente existentes–, el modelo kirchnerista poco tiene que ver con el proyecto propugnado por Chávez en Venezuela, cuyo carácter controvertido y ambivalente nos advierte ya acerca del carácter multidimensional de esa experiencia populista. A diferencias de las experiencias citadas, en Argentina, la tradición populista tiende a desembocar en el reconocimiento de la primacía del sistema institucional, a través del protagonismo del Partido Peronista, por sobre aquel de los movimientos sociales.
Esta inflexión no es solo el resultado de una relación histórica o de un vínculo perdurable entre partido peronista y organizaciones sociales, sino que responde a una cierta concepción del cambio social: aquella que deposita la perspectiva de una transformación en la reorientación política del gobierno, antes que en la posibilidad de un reequilibrio de fuerzas a través de las luchas sociales. Esta primacia del sistema político­partidario tiende a expresarse en una fuerte voluntad de subordinación de las masas organizadas a la autoridad del líder (como lo ilustran de manera evidente tanto los sindicatos de la otrora poderosa Confederación General del Trabajo, así como actualmente las organizaciones piqueteras oficialistas). Al mismo tiempo, esto se expresa a través de la desconfianza hacia las nuevas formas de autoorganización de lo social y sus demandas de empoderamiento y autonomía. En realidad, como para la izquierda partidaria, para la tradición populista argentina y sus herederos actuales, la cuestión de la autonomía de los actores constituye un punto ciego, impensado, cuando no una suerte paradigma incomprensible y hasta “artificial” en función de nuestra geografía de la pobreza. Asimismo, esta no­tematización denota que el populismo argentino –en todas sus facetas, independientemente de las internas partidarias– tiene un gran desconocimiento de las nuevas tendencias organizativas globales, al tiempo que no valora las nuevas prácticas políticas ni el impacto positivo que éstas podrían ejercer en un proceso de reformulación del contrato social, en un sentido incluyente.
En tercer lugar, no es posible soslayar el rol que han tenido aquellos grupos que componen el heteróclito espacio de las organizaciones independientes, caracterizados por una narrativa autonomista. No hay que olvidar que las nuevas experiencias militantes –sobre todos en losjóvenes­se nutren de un ethos comun: aquel que afirma como imperativo la desburocratización y democratización de las organizaciones y se alimenta, por ende, de una gran desconfianza respecto de las estructuras partidarias y sindicales, así como de toda instancia articulatoria superior.Por ello mismo no es casual la fuerte resonancia que en Argentina ha tenido lo que genéricamente se ha venido denominando“autonomismo”. Esta nueva narrativa política, que atraviesa un conjunto de colectivos y movimientos contra la globalización neoliberal, se nutre también del pensamiento de un sector de la filosofía política italiana, especialmente de la obra de Toni Negri y Paolo Virno y, a nivel continental, reconoce su modelo de referencia en la experiencia y el discurso zapatista. Sin embargo, en Argentina ha sido muy influyente también la versión visiblemente más simplificada que presenta el libro de Holloway, “Cambiar el mundo sin tomar el poder”.
En realidad, hay autonomía y hay autonomismos. Así, la defensa de la autonomía recorre hoy una parte importante de las experiencias sociales y políticas contemporáneas.Pero el“autonomismo” es otra cosa; se refiere a una visión hiperbólica de la autonomía y, como tal, presenta una crítica radical a cualquier forma de poder, aún aquellas que apunten a la posibilidad de construir articulaciones superiores en vista de la producción de un bloque contrahegemónico. Asi, pese a que el campo de la autonomía es mucho más amplio y variopinto que lo que las referencias anteriores indican, lo cierto es que en Argentina éste tuvo su inflexión hiperbólica entre los movilizados años 2002 y 2003. En fin, convengamos que si la izquierda partidaria y populista poseen más de un punto ciego respecto de la comprensión de las nuevas formas de auto­organización de lo social, para el caso del autonomismo su dificultad estriba no sólo en su visión unidimensional del poder y la relación con el Estado, como sobre todo en la negación de la posibilidad de pensar la instancia de la articulación política como algo mas que una coordinación horizontal de movimientos diferentes. No es raro que, para muchos militantes que se reconocen en el autonomismo, la noción misma de “hegemonía” – en un país donde el pensamiento de izquierda de hace unas décadas nomás estuvo muy marcado por la obra de A.Gramsci­se haya convertido en una suerte de cristalización de todos los males...
Lo cierto es que la tentación hegemonizante de los partidos de izquierda no hizo más que potenciar los elementos extremos del campo autonomista, que en muchos casos confundió la defensa de la diferencia con el llamado a la pura fragmentación, así como tendió a disolver la lógica política en la acción contracultural, o en una suerte de afirmación de autonomía de lo social (la ontologización de lo social), carente de mediaciones. Por otro lado, en el marco de una lógica recursiva de lo social, dicho exceso tuvo su traducción posterior en una reacción de rechazo a toda forma de defensa de la “autonomía”. Por ello, no es raro que a la hora actual, sobre todo dentro del campo piquetero y las organizaciones contraculturales, se haya registrado una suerte de involución por parte de ciertos grupos y colectivos militantes que, decepcionados de la poca repercusión política que han tenido las promesas de democratización y horizontalidad sostenidas por el autonomismo (pues la política de Kirchner ha traido consigo una profundización del clientelismo en el mundo de los sectores populares) y ante el nuevo cierre de las oportunidades políticas, hoy tiendan a refugiarse en una defensa por demas ortodoxa y dogmática de los principios revolucionarios clásicos.
Quiero insistir que cuando afirmo que a partir de 2002 se entrecruzaron y potenciaron los elementos más reactivos de estas tres tradiciones ideológicas, estoy minimizando los elementos positivos que están presentes en otras experiencias del campo de las organizaciones sociales, y que creo necesario rescatar. Así, respecto de la narrativa autonomista, es importante tener en cuenta que la autonomía aparece no sólo como un eje organizativo, sino también como un planteo estratégico, que remite a la “autodeterminación” de los sujetos. Asimismo, esta aspiración converge con la valorización de la práctica en sí misma, en tanto modalidad de construcción política, antes que la adhesión a las grandes declaraciones ideológicas o a los acuerdos programáticos.Ambos ejes atraviesan de manera central el proceso de recomposición de las subjetividades políticas contemporáneas. Respecto de los partidos de izquierda, uno puede advertir también la importancia de elementos que remiten a la centralidad que adquiere la interpelación clasista, muy especialmente en contextos de grandes asimetrías sociales y económicas.Sin duda, ello nos ayuda a recordar que en Argentina en 30 años hemos pasado del “empate social o empate hegemónico –como se lo denominaba en sociología­, a la “gran asimetría”, reflejada en la distancia entre la elite económica y política y los sectores subalternos, que engloban tanto a las fragmentadas clases medias como a los empobrecidos sectores populares. Por último, la tradición nacional­popular nos recuerda la necesidad de repensar desde una óptica “positiva” el rol del estado nación.Y ello en un contexto de debilitamiento del Estado nacional y en el marco de una dependencia que, como diría Guillermo O´Donnel, ha llegado a niveles que ni remotamente imaginaban aquellos que escribieron sobre ello en los años ´ 60 y
70.
En definitiva, la posibilidad del surgimiento de un nuevo sujeto político que pudiera encarnar la fuerte expectativa de cambio que recorría la sociedad argentina de principios del nuevo milenio se desvaneció, no sólo ante la vuelta a la normalidad institucional encarnada por el “peronismo infinito”, sino también por la abierta divergencia que se instaló entre las diferentes vertientes ideológicas que recorren el movilizado campo de las organizaciones sociales. Así, lo sucedido entre 2003 y 2005 deja planteado no sólo la importancia de la disputa cultural y simbólica en toda puja política frente al proceso de estigmatización de las luchas sociales, sino la necesidad de tender puentes y articulaciones entre los elementos más positivos y aglutinantes de las diferentes vertientes de la izquierda ­la tradición nacional­popular, la tradición marxista clásica y la narrativa autonomista­, que recorren y forman parte del acervo popular.
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3) Nuevas subjetivades y formas de la militancia
El tercer eje que queremos presenter alude al proceso de recomposición de las subjetividades políticas. En los últimos años han surgido nuevas figuras de la militancia y me atrevería a decir, aunque el término suene complicado, unnuevo ethos militante, entendiendo por ethos un conjunto de orientaciones éticas y políticas que estructuran la acción.
Por encima de las diferencias sociales y nacionales, uno de los componentes más significativos de los movilizaciones sociales contemporáneas es la auto­organizción
acom
unitaria. Esta dimensión “material”, ligada a la producción y reproducción de la vida, a partir de la gestión de las necesidades básicas, aparece como uno de los rasgos constitutivos de los movimientos sociales en América Latina, tanto de los movimientos campesinos, muchos de ellos de corte étnico, como de los nuevos movimientos urbanos, asociado a la lucha por la satisfacción de las necesidades más elementales; 2) Laacción directa, a saber, nuevos repertorios de acción que enfatizan la acción sin mediaciones, como los bloqueos, cortes, ocupaciones, entre otros. 3) El desarrollo de prácticas
smrs
aableaia, a través de formas de democracia directa y participativa. Así, las estructuras de movilización existentes se colocan en tensión respecto de las formas jerárquicas y centralizadas canalizadas tanto por los partidos de izquierda –sean de cuño leninista o de matriz socialdemocráta­, como por las organizaciones latinoamericanas que propugnan una suerte de movimientismo tradicional, propias de la matriz populista.
Mi hipótesis es que estas dimensiones o tendencias de los nuevos procesos de movilización se constituyen en los ejes organizadores que van configurando las subjetividades militantes contemporáneas. Estos ejes nos proporcionan así una nueva entrada para leer las relaciones entre dimensiones subjetivas de la política y nuevos modelos de militancia, al tiempo que nos ayuda a complejizar las relaciones entre política y marcos ideológicos.
Un primer abordaje de dicha temática nos permite detectar dos figuras centrales de la militancia: en primer lugar, la figura “local”delma
ilitnte social,que encontramos en diferentes movimientos sociales de América Latina;en segundo lugar, la figura is
“global” delactivtacultural, que se halla difundida en distintas latitudes, tanto en los países del centro como de la periferia. En fin, quiero aclarar que estoy hablando de las grandes tendencias, a fin de señalar los elementos centrales de un proceso. En este sentido, la tendencia revela la centralidad del militante social o territorial y del activista cultural. El militante sindical posee un rol muy importante, pero en la actualidad no aparece como el protagonista central de los nuevos procesos sociales.
Veamos brevemente las dos figuras enunciadas más arriba.
­El militante social o territorial: el desarrollo de redes territoriales, concebidas como estrategias de sobrevivencia, tiene una larga historia en América Latina. Durante los ´60/´70, éstas dieron origen a los llamados “movimientos sociales urbanos” cuyas demandas (servicios básicos, títulos de la tierra), se orientaban hacia el Estado, lo cual ponía de manifiesto las limitaciones “integracionistas” del modelo nacional­popular. Sin embargo, en los ´90, la globalización en su versión neoliberal, caracterizada por la superación de las fronteras, así como por el desmantelamiento del Estado social, produjo una inflexión mayor en el heterogéneo mundo de los sectores populares latinoamericanos.Como hemos señalado antes, la implementación de un nuevo modelo de gestión, asociado al discurso neoliberal y al mandato de los organismos multilaterales, produjo así la acentuación del proceso de empobrecimiento y territorialización de los sectores populares, a través de una batería de políticas sociales focalizadas.En consecuencia, las nuevas redes territoriales se constituyeron en ellocus del conflicto, en la medida en que fueron emergiendo como el espacio de control y dominación neoliberal, a través de las políticas sociales compensatorias, al tiempo que se convirtieron también, en diferentes países de América Latina, en el lugar de producción de movimientos sociales innovadores.Este proceso colocará en el centro de la nueva política local la figura del mediador, a través del “militante social”.
La centralidad que ha adquirido elmilitante social, como hemos visto antes, se halla vinculado al proceso de territorialización de los sectores populares y a la lucha por la sobrevivencia. Aunque no conoce una figura única ni una evolución lineal, el militante social aparece desde el origen asociado al peronismo. En los últimos años, dicha figura ha conocido diferentes inflexiones. En este sentido, tocaría a las organizaciones de desocupados la tarea de abrir una brecha en este transformado mundo popular, por fuera del peronismo, tornando posible la emergencia de nuevas prácticas políticas, a través de la resignificación política de la militancia territorial, cuyos ejes serían precisamente la crítica al clientelismo y la afirmación de la dignidad. En consecuencia, entre 1997 y 2002, el surgimiento de nuevas organizaciones de tipo territorial, aunque no llegó a cuestionar la hegemonía del peronismo, puso en evidencia no sólo el deterioro de la relación entre el peronismo y el mundo popular, sino también la posibilidad de la politización de lo social. Más aún, la nueva experiencia se fue apropiando y actualizando las apelaciones más plebeyas del mundo popular, tan asociadas al peronismo de otras épocas, como expresión auténtica de la gente “de abajo”.
2­El activista cultural. La expansión de colectivos culturales, tanto en el ámbito de la comunicación alternativa como de la intervención artística, constituye una de las características más emblemáticas de las nuevas movilizaciones sociales.Muchos de estos colectivos se basan en grupos de afinidad, que desaparecen una vez realizada la acción.En este sentido, en tanto movimientos de “experiencia”, donde la acción directa y lo público aparecen como un lugar de construcción de la identidad, no resulta extraño que gran parte de estos grupos se agoten en la dimensión cultural­expresiva y no alcancen una dimensión política. Sin embargo, en otros casos, sobre todo en países capitalistas periféricos como el nuestro, los colectivos culturales deliberadamente buscan una mayor articulación con los movimientos sociales, constituyéndose en creadores de nuevos sentidos políticos y culturales, o bien, asumiendo el rol de reproductores de los acontecimientos en un contexto de intensificación de las luchas sociales. Esta forma de militancia expresa así una vocación por el cruce social y la multipertenencia, en el marco del desarrollo de relaciones de afinidad y redes de solidaridad con otras organizaciones. La experiencia argentina de los últimos años refleja a cabalidad el desarrollo y eclosión de nuevos colectivos culturales, cuya tarea ha ido fructificando o declinando en función de su mayor o menor articulación con movimientos sociales.
Estas dos figuras enfrentan hoy obstáculos diferentes. En el caso del militante social, ello se ve reflejado en las dificultades por politizar lo social en el marco de un “cierre” del peronismo desde abajo y ante las limitaciones que presupone una tarea tan asociada a la gestión de las necesidades básicas. La actual crisis de las organizaciones de desocupados no es ajena al estallido de esta tensión, ya inscripta en sus mismos orígenes. Asimismo, los militantes o activistas culturales han contribuido de manera decisiva a recrear los sentidos de la protesta –como en nuestro país, sobre todo a partir del año 2002, y hasta el presente, aun si no tienen la visibilidad de los años anteriores­. Sin embargo, hoy el lazo con los movimientos sociales aparece muy debilitado o, por el contrario, cuando éste existe, el activista cultural se halla muy encapsulado en el espacio militante. El tema no es menor, pues el activista cultural es, como el intelectual, un anfibio, y en ese sentido tiene que llevar a cabo, un rol articulador, particularmente importante en tiempos de fragmentación social y aislamiento de las experiencias militantes. Cómo politizar la tarea del militante social, vincularlo con otros ámbitos (sobre todo, con el sindical); cómo dotar de una nueva dimensión articuladora el trabajo del activista cultural, aparecen hoy como dos de los grandes desafíos. Aunque no son seguramente los únicos.
Buenos Aires, Septiembre de 2005