Colombianidad, una historia de barbarie y simulacro

Le Monde Diplomatic- Colombia
Edición Nro.: 78

Por: Libardo Sarmiento Anzola

A través del tiempo, nuestro Estado, la sociedad y el poder se asentaron en tres columnas: la gran hacienda, la iglesia católica y el ejército. Cómo no recordar que Colombia se llama así en homenaje a Colón, quien invadió estos territorios y sometió a sus pobladores –aborígenes, indios– mediante la cruz y la espada. Álvaro Uribe, sempiterno y actual gobernante, continúa la tradición de gobernar con estos instrumentos. Pero, además, sintoniza con el carácter y los valores de la ‘colombianidad’, en particular con los apegos de la extrema derecha. Desentrañar esta particular cosmovisión y sus porqués requiere el estudio de sus raíces históricas. La historia de las mentalidades en Colombia, a partir del siglo XX, no puede ser considerada al margen de la presencia de los Estados Unidos y de una precaria cultura de masas que borra las identidades regionales.

Tempranas o tardías, sin excluir las veredas, en cada ciudad o municipio existen, conscientes o inconscientes o están por identificar, las imágenes que a cada colombiano que crezca lo fundan o lo niegan con la noción de ser un colombiano. Valga destacar un alegato. “Por primera vez canté con emoción el Himno Nacional, porque por primera vez se nos reconoce como colombianos”, comentó el indígena guambiano Lorenzo Muelas al concluir su tarea en la Asamblea Constituyente en julio de 1991. ¿Qué significa reconocerse como colombiano?

Sin duda, la nación y su presencia implican identidad política, social, económica, cultural y territorial ¿Podemos hablar, entonces, de una identidad y de los valores que articulan, en su historia, una cosmovisión colombiana? El científico social Harvey Kline afirmó: “De cierta manera, Colombia no existe sino como mito popular, como abstracción académica o en las asambleas de las organizaciones internacionales” (1). A la pregunta ¿qué es ser colombiano?, el escritor argentino Jorge Luis Borges responde en uno de sus cuentos: “Es un acto de fe” (2). Cada grupo humano, al interpretar su experiencia histórica y personal, alumbra un orden cultural que se legitima gracias a valores, imaginario colectivo y creencias, como parte de su visión o su concepción del mundo. Debido al pronunciado regionalismo colombiano, la idea de nación ha sido cuestionable hasta hace poco. En una aproximación a nuestro hoy, debemos considerar cinco antecedentes.

1. Identidad y barbarie

“La dialéctica del odio y la muerte, por encima de todos los expedientes y prontuarios de la impunidad, es el propio móvil de nuestra vida civil”, sentencia el escritor posmodernista R.H. Moreno-Durán. Historia de una violencia que hoy ni siquiera nos conmueve. Al comentar la parte más visible de nuestro escudo nacional, agrega: “Como el buitre majestuoso del escudo patrio, ese Contrato Social inspirado en la muerte ha permanecido impasible, inalterable a lo largo de más de cuatro siglos, y de ello dan fe no sólo la historia sino también la plástica y las más versátiles páginas de la ficción. Una vez más, barbarie e imaginación van juntas en nuestro denso prontuario cultural, mera instancia de nuestra agitada y poco presentable memoria nacional” (3).
Una condición en parejo con el hecho de que el reconocimiento social, conjuntamente con el afán de riqueza y la evangelización, fueron los grandes motores que movieron la conquista y la vida colonial, y de ellos se desprenden las estructuras socioeconómicas que le dieron vida a nuestra nacionalidad. Desde ese entonces, la violencia opera históricamente como un mecanismo racional y planificado de regulación de los cambios estructurales y de gestión del modelo de desarrollo forzado colombiano.

En el comienzo con vestigios, los conquistadores funden, en una sola, cruz, espada e Inquisición (como muy significativamente aparece en la estatua de Jiménez de Quesada en Bogotá), e inician el saqueo, la tortura y las masacres en busca de oro y demás riquezas naturales, apoyados y justificados, en la mayoría de los casos, por clérigos fanáticos que, a la vez, destruían sin contemplaciones la cultura de los nativos para imponer la religión católica.

Las tácticas de conquista y pacificación de los indios consistían en realizar entradas, militares la mayoría de las veces, y despojar a los indios de sus riquezas, bajo la presunción de que la suma pobreza que abocaría a los indígenas los haría sentir con más fuerza la autoridad del rey.
Atribuían a la riqueza de los indios, además, parte de su espíritu belicoso y rebelde. Una vez despojados, la idea era reducirlos a pueblos y moradas donde pudieran ser adoctrinados en la nueva fe y comenzaran a ser mano de obra disponible para los trabajos de las minas, o los obrajes, y empezaran a tributar. Estas medidas de la reducción y la conquista de los indios, para ‘civilizarlos’, no se diferencian de las propuestas que todavía hoy se hacen para convertir en “ciudadanos colombianos” a los aborígenes que sobreviven (4).

Fuimos colonia de un país subdesarrollado, política y militarmente predominante pero económicamente atrasado, situación que impidió la formación de una burguesía dinámica e influyente, y que mantiene el predominio social de la aristocracia terrateniente y la Iglesia. Tal estructura genera, al contrario, un enorme desarrollo de los latifundios, en aumento al ritmo del despojo de las tierras de los pueblos expropiados y desterrados (5).

La creencia apriorística de que la civilización española era superior en todos los órdenes comienza con los pre-juicios racistas y los dogmas religiosos predominantes en la metrópoli, prejuicios que consideraban a los indios como otros tantos bienes naturales, disponibles y utilizables. Tal concepción es ostensible en la bula del Papa Alejandro VI, quien con arrogancia inaudita dona “a perpetuidad […] todas y cada una de las tierras […] antes desconocidas, y las descubiertas hasta aquí o que se descubran en lo futuro” a los reyes de Castilla y León y sus sucesores. En consecuencia, el llamado honor familiar estaba condensado en una procedencia limpia de toda mala traza de sangre negra, indígena o pagana (aun las leyes promulgadas en 1776 procuraban mantener la homogeneidad de la sociedad blanca, amenazada por el ascenso del mestizaje).
El desmedro de las estructuras sociales y del Estado, incapaces de proporcionar a la población un marco referencial de articulación suficiente, dentro del cual pudieran desarrollarse relaciones interpersonales confiables, encuentra correspondencia en la actitud regresiva e infantil del individuo, en cuyo mundo interno predomina el principio taliónico y la búsqueda compensatoria de mesías o salvadores grandiosos. Además, la arbitrariedad estatal a la que están expuestos los miembros de las clases más bajas contribuye igualmente a la exacerbación de fantasías omnipotentes. Pero, en todas las clases, se presenta una mezcla de rígidas actitudes moralizantes junto a la proclividad al desborde pulsional. El pueblo colombiano es atrasado culturalmente e infantil en su desarrollo psicológico.

Para los colombianos, descendientes tanto de los vencedores como de los vencidos, los elementos indígena y negro representan un recuerdo del sometimiento. De este modo, predomina la ilusión de que, con la eliminación de las propias partes autóctonas, podrá también difuminarse la dolorosa derrota del pasado. Por eso, el “blanquearse”, el “arribismo”, la “envidia” y el “simulacro” hacen parte del alma nacional. Sobre esta base, afirmaría mucho después el escritor Fernando Vallejo: “Mis conciudadanos padecen de una vileza congénita, crónica. Ésta es una raza ventajosa, envidiosa, rencorosa, embustera, traicionera, ladrona: la peste humana en su más extrema ruindad” (6).

La persistencia del latifundismo (y el gamonalismo político y la rapiña, que son sus secuelas), así como del fanatismo religioso y la resistencia a liberalizar efectivamente las instituciones y costumbres políticas y sociales, sustentaron en gran parte las decenas de guerras civiles que se suscitaron en el siglo XIX.

Al reproducir la “Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano”, en 1779, Pedro Fermín de Vargas y Juan Bautista Picornell escribieron en el prólogo que “no se puede leer la historia de América sin derramar lágrimas; cada página presenta un espectáculo horrendo, cada hecho un acto injusto, cruel e inhumano: no hay derecho alguno que no se halle atropellado, ni género de atentado, de violencia y de atrocidad, que no se hayan cometido: siendo lo más notable, que tan enormes crímenes, tan horrendos delitos, se hallan siempre ejecutados como actos de rigurosa justicia: se practican siempre bajo el pretexto del mayor bien para la religión o el público”.
No le quedó fácil al Padre de la Patria, Simón Bolívar, encontrar un sistema social e institucional adecuado para regir los destinos de la Colombia por él liberada, debido a las particularidades étnicas y sociológicas. En el Discurso de Angostura, sentencia: “Pueblo hibrido, europeo-indio-africano, sometido al triple yugo de la ignorancia, la tiranía y el vicio”. Y agrega: “Estamos dominados de los vicios que se contraen bajo la dirección de una nación como la española, que sólo ha sobresalido en fiereza, ambición, venganza y codicia”.

2. El mito de El Dorado y los avispados

Entre los mitos que legaron los españoles a la colombianidad, uno tiene especial importancia: El Dorado, anclado en las fibras del alma de los colombianos, y consistente en la adquisición de la riqueza fácil, sin trabajarla y sin importar los medios utilizados para adquirirla (los fines justifican los medios –sin principios–, es sentencia preferida y legítimamente practicada).

El Dorado y el ‘avispado’ son dos elementos complementarios como el día y la noche. Los ‘avispados’ o ‘vivos’ exhiben características comunes: obtienen resultados (especialmente riqueza) de manera fácil: la fortuna de El Dorado es de quien primero la encuentra (de ser necesario, aún por medios violentos); presentan un fuerte individualismo y egocentrismo: no hay cabida para proyectos colectivos; en sus principios, el fin justifica los medios; no respetan al semejante (“el vivo vive del bobo”, “no hay que dar papaya” y “hay que aprovechar toda papaya”, según los refranes populares); son exhibicionistas y buscan deslumbrar, es decir, pretenden dejar confuso o admirado a su auditorio, o producir una gran impresión. Este mito ha moldeado la sociedad, la cultura y la economía del país, tanto que este es el nombre dado al aeropuerto internacional de la capital del país.

El Dorado no sólo alentó –hace cinco siglos– el avance de los codiciosos y avaros conquistadores sino que además hoy incita a los niños avispados a copiar en los exámenes; a los transeúntes audaces a cruzar en diagonal las calles de las grandes ciudades; a los ‘vivos’ a robar el espacio público y ocupar el lugar que no les corresponde en las filas; a los aspirantes a la Presidencia, al fraude y la violencia con tal de lograrla; a los dueños del poder y los contratistas del Estado, a comprar la reelección; y, muy seguramente, a los narcotraficantes astutos y sus socios a construir una de las empresas más rentables del país. Y se encuentra también detrás de la corrupción, esto es, la violación del orden administrativo, los bienes del erario o la confianza pública; al igual que en el enriquecimiento multimillonario de los hijos y familiares de los presidentes en Colombia mediante el tráfico de influencias, el favorecimiento de las leyes, las concesiones, el acceso a la información privilegiada o el simple robo al patrimonio público, tradición ya convertida en ‘norma’. Porque en Colombia, como sentenció Fernando Vallejo, “la posesión de lo robado y la prescripción del delito hacen la ley”.

Sin embargo, y en forma contradictoria, el mito de El Dorado no causa sólo problemas; también abre muchas posibilidades y contribuye al desarrollo. Las características del avispado –unidas a su tenacidad y su creatividad (desvare o rebusque)– son filones enormes de riqueza y cultura. El problema mayor surge cuando la ‘viveza’ alcanza efectos de marginación, así como niveles delincuenciales y violentos que socavan la estructura moral, institucional, económica, cultural y política de la sociedad, como ocurre en Colombia, con mayor fuerza desde la segunda mitad del siglo XX. El mito y sus efectos, con desventura para una opción de justicia social, alcanza asimismo a los agentes y actividades que en una u otra forma pudieran oponérseles: Iglesia, justicia, ejército, guerrilla, sindicatos, organizaciones de la sociedad civil (7).

3. Simulacro y modernidad

En Colombia se ha vivido la modernización pero sin modernidad. El ideario modernista y civilizatorio de libertad, igualdad y solidaridad nunca se promovió por la oligarquía. Si bien está presente en el imaginario de la población o el discurso de los burócratas, su verdadero ser es el simulacro, característica social que da base para que florezcan actividades mafiosas y se establezcan nexos entre las organizaciones criminales, la política y las actividades empresariales privadas.

Entonces, las condiciones estructurales subyacentes, para que la ilegalidad sea la norma de conducta y se presenten estos nexos, son: i) la deslegitimidad del régimen, ii) la debilidad de la sociedad civil, iii) la gran propensión a resolver disputas a través de la violencia, iv) la compleja y variada geografía del país, v) la orientación empresarial y clientelar del sistema político y partidario, vi) los obstáculos a la movilidad social, vii) el gran tamaño de las actividades económicas ilegales, y viii) la aceptación social del contrabando, el lavado de dinero y la corrupción (8).

En efecto, la transición de la Colonia a la Independencia no significó cambio alguno en la estructura de clases, o las relaciones entre clase y poder. La Independencia fue un movimiento fundamentalmente político que significó un traspaso de la autoridad, pero con cambios sociales, culturales y económicos muy marginales. Con el pasar de los años, al reflexionar sobre las primeras constituciones promulgadas por la “aristocracia de rango” –en que también cabían los clérigos, los abogados y los militares–, el Libertador Simón Bolívar anotaba que “si bien hablan de libertad y de garantías, es para ellos solos que las quieren y no para el pueblo que, según ellos, debe continuar bajo su opresión; quieren la igualdad para elevarse y ser iguales con los más caracterizados, pero no para igualarse ellos con los individuos de las clases inferiores de la sociedad; a estos los quieren considerar siempre como sus siervos, a pesar de sus alardes y de su demagogia”.

No obstante, con los cambios de la vida colonial a la vida nacional, en la mentalidad colectiva fueron penetrando lentamente las ideas de igualdad social, libertad y ascenso social a través de la riqueza y el trabajo tesonero. A la vez, como lo recuerda Orlando Fals Borda, se fueron recuperando los más antiguos elementos –los de solidaridad y equidad– provenientes de los tiempos precolombinos, enriquecidos por los valores de la libertad en la vida de los colonos y los palenques negros, la rebeldía comunera de los campesinos y mestizos pobres, y la igualdad y la democracia en las organizaciones promovidas por los radicales socialistas y los artesanos (9). La fuerza de estas ideas y de los movimientos sociales se recogió en la Constitución de 1863.
En su momento, esa Carta fue uno de los documentos más liberales de Occidente, que propugnaba por libertad absoluta, justicia humanitaria, separación de la Iglesia y el Estado, abolición total de la esclavitud, libertad de prensa y expresión, educación pública gratuita y secularizada, libre comercio, derecho a la insurrección, ausencia de un ejército permanente y un sistema federado de estados independientes. Pero la utopía liberal radical tan solo duró un cuarto de siglo. La Constitución de 1886 le puso fin.

Con su advenimiento, empezó una nueva etapa, signada por la influencia conservadora, la perpetuación de la tradición española, el centralismo político, la teocracia y el restablecimiento de relaciones estrechas entre la iglesia católica y el Estado, la represión del liberalismo y el socialismo, y la legitimación del estatuto de pobreza por medio de la labor de las sociedades católicas de beneficencia y caridad. Tal es el germen que caracteriza la política social en Colombia. Como lo vislumbró el filósofo Fernando González, “al derecho lo llaman limosna; a la limosna la llaman caridad y a esa hipócrita caridad la llaman justicia social. Dicen: ‘Sí, es verdad que al pueblo hay que ayudarle, hay que darle algo de lo que nos sobra…, pero hay que tenerlo con mano de hierro’” (10).

La hegemonía conservadora se mantuvo durante medio siglo. La modernización del Estado y la sociedad, en términos del liberalismo radical decimonónico, desde aquel entonces desapareció para siempre del imaginario político de los partidos del establecimiento.

4. El sueño americano

Al mirar el siglo XX, la historia de nuestras mentalidades no puede considerarse al margen de la presencia de Estados Unidos. Colombia es un país que cree más en lo extranjero que en lo propio. Pocas veces ha mostrado xenofobia y lo típico es la xenofilia; el ser el otro, el mismo, es al parecer un placer del colombiano, que por esto es un pueblo histriónico (11).

Es ya un lugar común en las tertulias colombianas, y se acepta con humor, que en Colombia no hay identidad nacional porque la aristocracia quiere ser inglesa, francesas la burguesía y la intelectualidad, estadounidense la clase media y mexicano el pueblo. Es una tragicomedia ver las diferentes clases vestidas a la andaluza para ‘disfrutar’ las crueles festividades taurinas; los mestizos, vestidos de “charros mexicanos”, animando cuanta festividad celebran los colombianos; los niños, con trajes de todo el mundo, menos colombianos, en los eventos escolares de fin de año; y los jóvenes skin head criollos matándose entre sí en defensa de la “pureza de ‘su’ sangre aria”.

5. El ilusionismo modernizante y constitucional

De 1930 a 1946 se vivió una modernización rápida y consciente. La burguesía industrial, las nuevas masas urbanas, los movimientos sindicales y agrarios y una intelectualidad progresista fueron soporte de los proyectos de reforma social y de ampliación de la democracia. Uno de los programas más importantes del proyecto liberal fue la construcción de carreteras, con lo cual se erradicó el aislamiento regional. Además, se buscaba eliminar, de una vez por todas, los vestigios coloniales; renovar las estructuras políticas y acelerar el ritmo de modernización social, económica y cultural. Mas este proyecto renovador fue “flor de un día”.

A mediados del siglo XX, los colombianos se encontraban en medio de un escenario de caos y turbulencia provocados por la violencia reaccionaria, promovida por los sectores más retardatarios de la sociedad opuestos a los intentos de modernización. Los sectores conservadores, derechistas y autoritarios que gobiernan desde entonces le dieron forma al endurecimiento de la democracia elitista y excluyente, restituyeron el orden político tradicional, legitimaron el poder gremial y la situación boyante de los empresarios privados, e intentaron exterminar cualquier vestigio comunista o socialista, y, para el caso, en 1954, el dictador Rojas aprobó una ley que prohibía el comunismo en Colombia. La filosofía política y social de estos gobiernos se apoya en el catolicismo más intolerante y retrógrado. Cómo no, si monseñor Miguel Ángel Builes invitaba en 1951 “al exterminio de todos los anticatólicos en Colombia”.

De acuerdo con esta cosmovisión católica, el Estado, de naturaleza orgánica, está constituido conforme a un plan divino, emanado de una ley natural en el que la libertad de los hombres proviene de Dios y no de los hombres mismos mediante un contrato social. En el contexto de este plan beatífico para la sociedad, las opciones de los individuos y su libertad están limitadas por un orden que tiene como esencia primordial la teocracia, el hombre virtuoso católico y la caridad pública (12).

A partir de la década de 1960, la historia de Colombia registró la transformación más profunda y rápida de las mentalidades, las estructuras sociales y de cambio de los valores. El país se urbanizó y se masificó al ritmo en que la oligarquía imponía, desde 15 años atrás, la contrarreforma agraria; despojaba, asesinaba y generaba un impresionante éxodo de campesinos que, ante la falta de empleo, terminaron amontonados en tugurios en los barrios bajos, donde eran imposibles la decencia y una vida sana. De este modo, la población rural pobre y sin tierra fue abandonada a su suerte, y expulsada con brutalidad a las zonas de frontera agrícola o hacia los cinturones de miseria de las principales ciudades. Al finalizar esta década, se cerró el ciclo del intento de modernización enmarcado en el proyecto desarrollista de la burguesía colombiana. De manera persistente, los gobiernos que vinieron a continuación se caracterizan por:

i) desaparecer la discusión sobre reforma agraria, al tiempo que se persigue con saña a las organizaciones del movimiento campesino, negro e indígena; ii) la financiarización especulativa de la economía colombiana; iii) la alianza de las mafias narcotraficantes con la institucionalidad estatal y el capital privado; iv) la guerra sucia contra los trabajadores y los sectores populares urbanos y rurales, mediante la estrategia sanguinaria de terrorismo estatal y bandas privadas paramilitares; v) el asistencialismo, a través de las ONG y las iglesias que propician la despolitización de las comunidades; vi) la privatizacion y la desnacionalizacion de la estructura económica y el territorio, ejerciendo un férreo control del mismo por parte de empresas transnacionales y gobiernos de la comunidad imperial; vii) promover el individualismo egoísta y el consumo compulsivo, la cooptación de las clases medias y la consolidación de la tecnocracia, con apoyo abierto de los grandes medios de comunicación corruptora de la opinión pública; viii) el auge de la cultura ‘traqueta’ y el enriquecimiento fácil, asociados al narcotráfico, la corrupción y la especulación, con el posterior vínculo al poder local primero, y al nacional después.

Al finalizar el siglo XX, la cosmovisión que rige, hasta en los más alejados y remotos rincones de la geografía nacional, es el capitalismo salvaje, el individualismo más radical y egocéntrico, el consumo frenético de lo que pueda conseguirse vinculado al éxito social, el sacrificio de cualquier consideración para lograr las metas personales, la violencia latente o invisible. Y no son pocas las pruebas de que la moral ha perdido casi toda eficacia, desde el plano menos dramático de la vida sexual hasta el respeto por la vida ajena. Es lugar común afirmar que los colombianos no tienen memoria, pero no es cierto: ocurre que, mientras esté bien, a nadie le importa la suerte de los demás. Estamos frente a una sociedad que no conoce la solidaridad, o por su emotividad y su patetismo la practica por un día para olvidarla al siguiente. Además, quienes tienen el poder se aprovechan de todos para actuar como seguramente ellos mismos lo harían si tuvieran la oportunidad, buscando el enriquecimiento personal y sin ninguna visión del bienestar de la sociedad (13).

En fin. El ilusionismo constitucionalista hace parte del imaginario colombiano. Las constituciones cumplen la función de pactos de paz y resumen las frustraciones idealizadas de la sociedad. La Carta de 1991 reflejó los aspectos que el país quería en ese momento: cambios en el Congreso, más derechos humanos, más participación popular, más descentralización del poder, un sistema judicial más eficiente, y un amplio Estado protector y benefactor. Pero más demoró en aprobarse que en iniciarse su desmonte por parte de la reacción violenta y retardataria. A 2009, la Constitución de 1991 ha sido reformada en un 80 por ciento en su estructura básica, dando paso a la reedición del Estado confesional, corporativo, paternalista y clientelista que representa Álvaro Uribe, a la vez que se consolida el régimen oligárquico financiero, terrateniente y transnacional. “Es que Colombia cambia pero sigue igual, son nuevas caras de un viejo desastre” (14).



1 Harvey Kline, Colombia: A portrait of unity and diversity, Boulder, Westview Press, 1983, p. xiii.
2 Jorge Luis Borges, Ulrika, en Obras completas, tomo XII, Buenos Aires, 1975.
3 R.H. Moreno-Durán, El oidor y el cóndor, en: Arte y violencia desde 1948, Museo de Arte Moderno de Bogotá-Grupo Editorial Norma, Colombia, 1999, p. 269-275.
4 Eduardo Barrera, Presidentes y virreyes de la Nueva Granada, en: Gran Enciclopedia de Colombia, tomo I, Círculo de Lectores, Colombia, 1991, p. 133.
5 Estanislao Zuleta, Historia económica de Colombia, Ediciones Tiempo Crítico, 1970, p. 41.
6 Fernando Vallejo, La virgen de los sicarios, Alfaguara S. A., Colombia, 1994, p. 27-28.
7 Gustavo Jiménez, El Dorado: ¿leyenda, mito o realidad?, en: Revista Ensayo & Error Nº 4, Bogotá, 1998, p. 233-249.
8 R. Lee III y F. Thoumi, “El nexo entre las organizaciones criminales y la política en Colombia”, en: Revista Ensayo & Error Nº 4, Bogotá, 1998, p. 182.
9 Orlando Fals Borda, “Pueblos originarios y valores fundantes”, en: Revista Cepa Nº 1, Bogotá, 2005, p. 17-24.
10 Fernando González, Nociones de izquierdismo, Editorial Universidad de Antioquia, Medellín, 2000, p. 27.
11 Gabriel Restrepo, La esfinge del ladino, en: Arte y Cultura Democrática, IDD Luis Carlos Galán, Bogotá, 1994, p. 173.
12 Carlos Perea, Administración de Laureano Gómez, en: Gran Enciclopedia de Colombia, tomo II, Círculo de Lectores, Colombia, 1991, p. 547.
13 Jorge Orlando Melo, Colombia: perspectivas, en: Gran Enciclopedia de Colombia, tomo II, Círculo de Lectores, Colombia, 1991, p. 617.
14 Fernando Vallejo, La virgen de los sicarios, op. cit., p. 12.