La transición hacia la construcción de sociedad. Reflexiones en torno a la crisis colombiana

Por: Luis Jorge Garay Salamanca *
Santafé de Bogotá, marzo de 1999

Introducción.

El propósito de este ensayo es caracterizar brevemente el proceso de crisis y destrucción social en Colombia y la forma como la globalización afecta o condiciona dicho proceso, para finalmente esbozar algunas reflexiones básicas sobre la transición hacia la construcción social de un "nuevo" país en las circunstancias del mundo de hoy.

Se parte de un diagnóstico de la evolución de la sociedad colombiana a la luz de un proceso de globalización no sólo económico sino fundamentalmente político, y se desarrolla un esquema propositivo de referencia sobre el proceso de transición y posterior construcción de sociedad que resulta inaplazable para Colombia.

A. Hacia una caracterización de la problemática colombiana.

La problemática colombiana está marcada hoy por la progresiva subordinación de "lo público", sin que nunca en el país se hubiese podido alcanzar una suficiente creación societal de lo público debido a la profunda fragmentación del tejido social. Así, el primer problema es la subordinación de lo público en favor de intereses privados que han venido adquiriendo poder político, económico, cultural y social, tanto legítima como ilegítima y paralegítimamente en el país.

La creciente ausencia del sentido de lo público permea la forma de proceder, el comportamiento y la conducta de los ciudadanos, privilegiando el interés individual sobre el llamado "bien común" lo que, entre otras cosas, contribuye a la desinstitucionalización del Estado: "el ente representativo del interés público" en una sociedad democrática, e incluso en otras sociedades bajo otros regímenes u ordenamientos políticos alternativos.

La pérdida de institucionalización del Estado --para no entrar en el tema de pérdida de legitimación que tiene serias connotaciones dentro de las discusiones de filosofía política actual-- conduce al resquebrajamiento de funciones y responsabilidades básicas e inalienables del Estado.

La primera y más central de esas responsabilidades en un Estado democrático es el imperio de la ley y el monopolio en la aplicación de la justicia, la preservación del orden instituido en el ordenamiento político y social, y la integridad territorial.

La desinstitucionalización del Estado lleva a su paulatina sustitución por parte de grupos o intereses privados poderosos en el arbitrio de relaciones políticas, económicas, culturales y sociales en la sociedad, relegándose la imperancia del "bien común" en favor de propósitos individualistas o grupales que no necesariamente reflejan el interés colectivo perdurable.

Con la pérdida del imperio de la ley se crean condiciones propicias para un desarreglo societal profundo y a la vez visible e inmediato que es la ruptura de las normas básicas de "convivencia ciudadana": entendida como aquella que se rige mediante el tipo de normas rectoras en derecho, de índole persuasiva aunque también coactiva, acordadas por mutuo entendimiento a través de un "contrato social" entre miembros de la sociedad.

Esta pérdida de convivencia ciudadana que va penetrando crecientemente múltiples instancias del relacionamiento social en el país abarca desde las relaciones cotidianas de los individuos con otros individuos como progresivamente de grupos de ciudadanos con otros grupos y con el Estado, y hasta instancias como la relación interactiva entre los ciudadanos, grupos, organizaciones, partidos y el Estado en el espacio público-colectivo-privado del ordenamiento político y social.

Con el avance de la erosión de la convivencia ciudadana se va asentando, enraizando y germinando adicionalmente una cultura del imperio de la violencia, con la creciente utilización del uso de la fuerza o la coacción o el poder de influencia o predominio de unos grupos sobre otros, para el logro de sus propios fines individualistas, egoístas e incluso, en ocasiones, en contra de la estabilidad social y de los intereses propiamente de carácter público.

Esta trilogía de problemas caracteriza un proceso de "destrucción social"--creciente supeditación de lo público, desinstitucionalización del Estado y pérdida de convivencia ciudadana--, que tiene como raíz central a la preminencia de lo privado sobre lo público o el bien común, que conduce al relajamiento del fin rector y último de un ordenamiento político, cual es el logro de una sociedad organizada en legítimo cumplimiento de un orden jurídico societal.

El ordenamiento político-jurídico busca, a través de una normatividad fundamental sobre derechos y obligaciones, guiar las relaciones, acciones y comportamientos entre ciudadanos y entre los ciudadanos y el Estado.

La creciente fragmentación del tejido social y la pérdida de convivencia ciudadana se manifiestan no sólo en el deterioro de los comportamientos y conductas ciudadanos sino en las relaciones políticas, económicas, sociales y culturales en la sociedad, proclives a la configuración de lo que se puede denominar como un proceso de "culturización de la ilegalidad" y hasta incluso de la "culturización mafiosa" en el sentido estricto de la palabra.

Aquí se entiende por culturización el proceso de formación práctica de un conjunto de valores, principios y fundamentos que rigen conductas y comportamientos de ciudadanos en una sociedad. Y por "culturización ilegal" o en su extremo "culturización mafiosa", el enraizamiento progresivo en distintos ámbitos de la sociedad de la imposición de intereses privados individuales de grupos poderosos --de orden tanto legal como ilegal --, a través de la violencia y de su poder de imposición, intimidación y persuasión sobre otros grupos de la sociedad e incluso el Estado.

Así, entonces, un proceso de culturización se produce con la progresiva adopción de prácticas y conductas por diversos estratos o grupos de ciudadanos, sin que ello implique de manera alguna la imperancia de éstas como prácticas societales, en sentido estricto del término. Sólo alcanzarán este estatus en la medida en que tales prácticas sean adoptadas y reconocidas suficientemente por el conjunto de los ciudadanos de la sociedad.

La búsqueda de la imposición de intereses individuales sobre otros intereses individuales o sobre el interés colectivo-público se fundamenta en la violación de normas, procedimientos y disposiciones del ordenamiento jurídico y político instituidos. Esta violación de la legalidad se hace o bien a través de la violencia como sustitución del imperio de la ley, cuyo monopolio debiera estar sólo bajo responsabilidad del Estado, o bien a través de la coacción fruto del poder político y económico de un grupo sobre otros sectores de la sociedad y el Estado, o bien a través del poder de influencia y no de la fuerza directa sobre el resto del aparato estatal y el ordenamiento político en general.

Así, en la medida en que se amplía el ámbito social en el cual se relega el derecho legalmente instituido, va avanzándose hacia el establecimiento de organizaciones ilegales y, según su naturaleza, hasta "mafiosas" que se van abrogando la potestad de imponer por la vía de facto una "culturización ilegal o mafiosa" en los términos recién definidos.

En Colombia el comportamiento ciudadano, es decir la relación ciudadano-ciudadano, ciudadano-Estado, ciudadano-sociedad, ha sido permeado por la aplicación de prácticas ilegales con un creciente recurso a la fuerza en muy diversas actividades. Este deterioro social resultó potencializado, entre otras cosas, por una dinámica más profunda que es la "cultura mafiosa narcotraficante".

El cuarto problema central del proceso de destrucción es el conflicto armado que ha tenido una profunda transformación en el tiempo y que hoy día también se relaciona directa, indirecta, utilitaria pero no necesariamente en términos ideológicos con actividades ilegales, en particular el narcotráfico.

Si bien el surgimiento de los movimientos guerrilleros tiene raíces de carácter social relacionadas fundamentalmente con la problemática tradicional predominante en el campo colombiano y, al menos en parte, con la confrontación ideológica entre los sistemas capitalista y comunista en el contexto de la guerra fría, con el tiempo la lucha por ampliar y consolidar su predominio territorial en vastas zonas del país, suplantando al Estado como medio para adquirir mayor poder político y militar por la vía de los hechos, no sólo ha venido financiándose de manera creciente con base en la imposición unilateral de cargas y penalidades monetarias --a manera de tributos en favor de estos grupos y no de la sociedad en su conjunto-- sobre civiles y actividades económicas, sino que además ha recurrido a apropiar parte de los excedentes generados en las primeras etapas de la cadena del negocio del narcotráfico.

Ello al punto en que más del 40 por ciento de los ingresos anuales del grupo guerrillero más fuerte del país se originaría en el usufructo de cargas impuestas sobre la hoja y la pasta de coca adquirida por intermediarios en las zonas de cultivo y por concepto de la custodia de pistas clandestinas para el transporte de droga.

Fenómeno similar ocurre en el caso de otros actores centrales involucrados en el conflicto armado colombiano --como los paramilitares --. Así, entonces, ante los requerimientos de la exacerbación de la lucha por el dominio territorial entre grupos guerrilleros y paramilitares y las fuerzas militares, el conflicto armado ha sido crecientemente permeado por una "cultura de ilegalidad mafiosa", como ha ocurrido en ciertos sectores de la sociedad que usufructúan "ilegalmente’’ ganancias derivadas de actividades relacionadas con el narcotráfico --por ejemplo, el lavado de dólares o el contrabando--, para no mencionar a los grupos delincuenciales "mafiosos" propiamente dichos.

El quinto problema fundamental es el problema del narcotráfico y el de la ilegalidad crecientemente generalizada en la conducción de actividades políticas, económicas y culturales en la sociedad colombiana.

Esta ilegalidad, con una manifestación determinante en el narcotráfico, no es la causa fundamental ni la madre de la progresiva disolución de lo público en Colombia. Si bien es cierto que la ilegalidad tiene raíces históricas en el país que no sólo no han sido resueltas sino que ha ido consolidándose y ampliándose su espectro de acción a través del tiempo --por ejemplo, contrabando, posesión ilegal de la tierra, apropiación privada de riquezas colectivas, el caciquismo y la compra de votos, secuestro--, el narcotráfico como la actividad ilegal de quizás mayor rendimiento y poder depredador en el capitalismo de hoy, ha alcanzado un poder desestabilizador potencializador de toda la problemática colombiana de la "destrucción social".

Uno de los agravantes del problema del narcotráfico en el país reside en que el patrón de especialización adoptado dentro de la cadena internacional del negocio es el más "pauperizador y depredador" en términos sociales, culturales, ecológicos e incluso económicos. En efecto, la especialización progresiva del país hacia las primeras tres etapas --como las del cultivo de coca, el procesamiento de pasta y la elaboración de cocaína, y su contrabando a los países consumidores-- de las siete u ocho etapas de la cadena internacional del narcotráfico no sólo genera unas ganancias económicas ínfimas con respecto a las de las etapas finales que se reproducen en los países consumidores --como la distribución minorista en las ciudades, el lavado de dólares y la especulación financiera con excedentes ilegales--, sino que va imponiendo una "culturización del narcotráfico" consecuente con: la suplantación del derecho y la ley instituida por la imperancia de la violencia y el poder de la fuerza; la "destrucción" de tradiciones, valores y comportamientos; la pérdida de la convivencia ciudadana; el deterioro del medioambiente y, al fin de cuentas, la "pauperización", en sentido integral del término, del campesinado cultivador de la hoja de coca y de amapola y de las poblaciones en sus zonas de influencia.

Todos estos conflictos básicos en su conjunto y la íntima relación "autoalimentadora" entre ellos configuran un proceso de fragmentación del tejido social y descomposición de un ordenamiento político democrático, al menos en términos formales. La profundidad de este proceso se hace evidente a todas luces con sólo mencionar algunas de las múltiples anomalías societales que aquejan a la sociedad colombiana. A manera de ilustración basta con citar que Colombia se caracteriza, entre otros rasgos, por:

i) ocupar el segundo lugar en las Américas en términos del número de homicidios por cada cien mil habitantes y el sexto lugar del mundo en violación de derechos humanos, con el agravante de enfrentar una actividad criminal crecientemente organizada --potencializada pero no exclusivamente vinculada a actividades ilegales y el narcotráfico-- como lo muestra el hecho de que cerca de un tercio de los homicidios se ejecuta por ajuste de cuentas, en buena medida a través de terceros utilizados para la realización del crimen;

ii) desempeñar el tercer lugar en el Hemisferio y el séptimo en el mundo --según Transparencia Internacional-- en corrupción pública y privada, con la proliferación de prácticas de enriquecimiento ilícito;

iii) presentar una grave pérdida de credibilidad y confianza en el sistema de justicia al punto en que se estima, según una encuesta reciente, que un 40 por ciento de los ciudadanos considera que la justicia no opera, un 15 por ciento que hay ausencia de autoridad, un 12 por ciento que es de difícil acceso , y además que un 70 por ciento ha disminuido su credibilidad en la justicia, llegándose a un nivel de confianza promedio en el sistema legal de apenas 4.7 en una escala de 1 a 10 . Todo lo cual refleja la presencia de elevados grados de impunidad e inequidad en el sistema, y explica los reducidos niveles de denuncia de delitos por parte de los ciudadanos afectados;

iv) sufrir una crisis en la "institucionalidad" del Estado --y, en cierta medida, en su "legitimidad" por el creciente escepticismo ciudadano sobre su efectividad y representatividad--, cuando, por ejemplo, el nivel de confianza en las diferentes instancias del gobierno no supera el 4.2 en la escala 10 (gobiernos locales con 4.2 vs. gobierno nacional y administración pública con 3.8). Este proceso de destrucción social perverso guarda una estrecha correspondencia y relación "autoalimentadora" con la dinámica de desactivación productiva y de "exclusión e inequidad social" que ha venido agravándose en Colombia, especialmente en los últimos tiempos.

A pesar de que el país ha podido conservar un crecimiento económico positivo durante los últimos treinta años, ha sido insuficiente para: incorporar de manera masiva y productiva a gran parte de la población, modificar los patrones de distribución de la propiedad y del ingreso --teniendo uno de los mayores grados de desigualdad en el hemisferio--, reducir de manera drástica los niveles de pobreza y marginalidad, evitar la expulsión "destructiva" de campesinos hacia el sector urbano, mejorar la capacitación y el bienestar de amplios estratos de la ciudadanía y, en fin, alterar la estructura productiva de manera creativa y funcional para el desarrollo económico y la equidad social --con la incorporación de tecnología, la innovación, la capacitación y la modernización para el mejoramiento de la competitividad sistémica y el empleo productivo --. Ello es aún más preocupante en la medida en que la economía nacional ha enfrentado repetidas bonanzas externas de índole legal, ilegal y paralegal desde mediados de los setenta.

El patrón de desarrollo y la estructura productiva que han prevalecido tradicionalmente en Colombia resultan todavía más contraproducentes a la luz de las exigencias y desafíos del proceso de globalización capitalista imperante en la actualidad --bajo la apertura a la competencia externa y la liberalización de los mercados--, con el agravante que de no ser transformada "creativamente" la dinámica productiva, el país correrá el gran riesgo de sufrir un progresivo "marginamiento empobrecedor" del nuevo ordenamiento económico internacional.

En este punto es de mencionar que en una sociedad como la colombiana, en la medida en que bajo un ordenamiento político en resquebrajamiento va avanzando una culturización ilegal mafiosa, evidentemente la cultura productiva sufre severas y profundas transformaciones. Ello al punto en que no puede decirse que en Colombia se ha desarrollado una "verdadera" cultura empresarial capitalista ni una "verdadera" cultura capitalista en el sentido que valores claves del régimen capitalista de acumulación no son estrictamente observados en la sociedad. En primer lugar, por la creciente permeabilidad y rentabilidad de la ilegalidad, que ha propiciado una cultura rentística y no una verdadera cultura de la ganancia capitalista a través del ahorro, la inversión, el esfuerzo, la creatividad innovadora y el trabajo.

Sin pretender idealizar la cultura capitalista, sino reconociendo que además de ser el régimen imperante en el mundo hoy día, es en el que por lo menos se ha adscrito nominalmente esta sociedad, debe resaltarse que la cultura productiva en el país no corresponde a una verdadera cultura capitalista sino, en cierta medida, a una rentística en la que se propende la búsqueda de ganancias y la satisfacción de objetivos egoístas excluyentes a través del usufructo de privilegios individuales adquiridos por medio del aprovechamiento de su capacidad de actuación respecto al mercado, al no existir condiciones equiparables a la competencia perfecta, y/o del poder de influencia e incluso de coacción que disponen ciertos grupos determinantes dentro del ordenamiento político y económico para la aplicación de políticas públicas y colectivas, en beneficio exclusivo de sus propios intereses privados egoístas aún a costa del interés público.

El criterio rentístico se desarrolló en Colombia desde los inicios de la misma época de la República, mediante diversas prácticas sociales impuestas de facto alrededor de, por ejemplo: la posesión de la tierra, el dominio territorial y el poder político, el usufructo por parte de grupos individuales de riquezas naturales no renovables sin una debida retribución a la sociedad por el aprovechamiento de un recurso de carácter estrictamente público; la utilización de prácticas gamonalistas y clientelistas en el ejercicio del quehacer partidista como medio para la obtención de poder político y económico y el ejercicio de influencia ante el Estado en favor de intereses grupales poderosos.

El avance hacia una culturización rentística en la sociedad agudiza a su vez una desinstitucionalización del Estado en la medida en que se aplica una lógica rentística en favor de grupos de poder en la aplicación de políticas públicas --ya sean grupos empresariales industriales, agrarios, financieros o comerciales, o grupos sindicales privados o estatales, o fracciones políticas, por ejemplo-- lo que le impide ejercer su verdadera función de "ente racionalizador del bien común de una sociedad".

Esta cultura rentística tiene su máxima expresión en los casos de la industria y, en buena medida, la agricultura en especial la comercial, debido a una excesiva prolongación y falta de renovación de la estrategia de sustitución de importaciones --circunscrita casi exclusivamente a la primera etapa del modelo de protección a la competencia internacional, en favor especialmente de los sectores domésticos productores de bienes de consumo y no de otros como los bienes de capital--. Ello resultó favoreciendo a los sectores tradicionales mono u oligopolizados y con mayor poder de influencia política y económica por su posición privilegiada en la estructura productiva en el país.

Así mismo, con sus particularidades, en lo rural la cultura rentística se desarrolló gracias al predominio de poderes territoriales sustentados en la elevada concentración de la propiedad de la tierra y el latifundio, con una influencia determinante en la configuración de partidos tradicionales y a través de ellos en la conducción de asuntos del Estado y la aplicación de políticas públicas como, por ejemplo, la impositiva que no solamente no penaliza con mayor tributación el uso de la tierra para fines fundamentalmente rentísticos y especulativos, sino que tampoco busca premiar relativamente la producción eficiente en el campo.

Además, en lo rural, Colombia no ha superado problemas endémicos --políticos, económicos y sociales--, sino que incluso ha sufrido serios retrocesos que han deteriorado aún más las condiciones de vida en el campo. No sólo se ha producido una mayor concentración de la tierra, con la presencia de intereses ilegales no capitalistas, que buscan en el poder territorial y geoestratégico una forma de legitimación y de poder político, sino que tampoco se ha avanzado en una mejor explotación de la tierra con mejoras técnicas productivas y con adecuados patrones de especialización. Por el contrario, aparte de que amplias zonas del país están dedicadas a la ganadería extensiva cuando podrían ser utilizadas en la siembra de cultivos comerciales, en otras regiones no se está produciendo de manera consecuente con la aptitud de la tierra y en otras hay cultivos ilícitos que han propiciado la transgresión de reservas forestales, extendiéndose indebidamente la denominada frontera agrícola del país.

Esto ha llevado a que en el campo se haya arraigado una cultura de la renta cuya lógica no es la producción comercial capitalista mediante el aprovechamiento de las condiciones de la tierra, el mejoramiento de la productividad y la competitividad tanto interna como externa, sino fundamentalmente el aprovechamiento de un poder territorial para facilitar una cierta "legitimidad" y la realización de excedentes legales, paralegales e ilegales, y para asegurar el logro de sus propios intereses rentísticos.

Así, entonces, en lo económico se produce básicamente una tendencia estructural a la desactivación productiva capitalista propiamente dicha y a la "exclusión social" --ante el proceso de desagriculturización, desindustrialización y terciarización pasiva sufrido por la economía colombiana desde mediados de los setenta -- que surge de décadas atrás pero que eclosiona en la medida en que se impone el nuevo modelo de apertura, a la competencia externa de liberalización y desregulación de mercados y privatización --mediante la suplantación del Estado en la prestación de ciertos servicios y, especialmente, en su relegamiento de actividades productivas propiamente dichas--. Por consiguiente, se ha ido acendrando una cultura rentística en la racionalidad económica, congruente con un ordenamiento político no verdaderamente capitalista ni realmente democrático.

Casi que independientemente del modelo imperante --ahora el neoliberal-, Colombia tendrá que desarrollar una "nueva" cultura productiva con la abolición de culturas como la ilegal y la rentística, enmarcada dentro de un verdadero ordenamiento democrático e incluyente socialmente, bajo el contexto de globalización vigente en las esferas económica, política, social y cultural, si se desea transitar hacia la construcción de una sociedad capitalista.

En este sentido la problemática social de Colombia configura un proceso de destrucción de sociedad, un progresivo derrumbe de un tipo de contrato social que alguna vez se consideró había sido logrado por entendimiento entre grupos de la sociedad, en particular las clases privilegiadas.

El desafío societal que afronta Colombia es fundamentalmente el de la construcción de sociedad y no meramente el de negociación de conflictos parciales. No con ello se quiere afirmar que no hay que avanzar en la resolución de conflictos aislados, sino que hay que proceder en el contexto de un proceso integral de construcción social consistente en la búsqueda de un ordenamiento verdaderamente democrático en lo político, económico y social, en consulta y guardando relación con el proceso de globalización del sistema capitalista imperante.

En este ordenamiento las relaciones de los ciudadanos han de regirse por el imperio de la ley, la legitimidad y la autoridad del Estado --como verdadero ente representativo del interés colectivo--, la igualdad de los ciudadanos ante la justicia y el derecho y la soberanía individual bajo las normas y procedimientos reguladores de las responsabilidades y derechos de los ciudadanos.

En este sentido, la paz no debe ser entendida como la negociación de conflictos entre algunos grupos no suficientemente representativos, ya que ella sólo puede surgir del logro de acuerdos y entendimientos conciliatorios por convicción entre grupos y sectores representativos de la sociedad en conjunto, y no exclusivamente de grupos poderosos privilegiados que no pueden abrogarse el derecho de definir por sí solos y a la luz de sus intereses, unas nuevas normas y regulaciones, rectoras de las relaciones societales.

La paz debe ser entendida como el fin inmediato y a la vez último de un ordenamiento político que resulta del acuerdo y entendimiento entre los diferentes grupos y sectores de la sociedad, en el que las diferencias de intereses y posiciones sean resueltas a través de la convicción y no de la imposición de unos frente a otros a través de la violencia, el poder coactivo o incluso la fuerza.

El proceso societal de definición de un nuevo ordenamiento político debe abordar todas y cada una de las instancias de la dinámica de destrucción social de Colombia, en las esferas económica, política, social y cultural.

B. La problemática colombiana en el contexto de la globalización.

La problemática societal de Colombia no puede ser analizada bajo ópticas como las empleadas hace treinta o cuarenta años, en razón del avance del proceso de globalización del sistema capitalista, para no citar sino uno de los principales determinantes sistémicos de las relaciones internacionales de hoy en día.

La globalización entendida como la etapa actual del capitalismo, que va más allá de la mera instancia comercial y de liberalización de mercados a nivel internacional, establece un nuevo relacionamiento entre países en las esferas económica, política, social y cultural. En la actualidad el modelo imperante de globalización es el neoliberal consistente en la apertura a la competencia internacional, la liberalización y desregulación de mercados en la esfera económica y en una creciente multilaterización de la agenda política en campos como: el derecho internacional humanitario y derechos humanos, el combate contra el crimen internacional organizado y el narcotráfico, la defensa de los regímenes democráticos formales, la lucha contra la corrupción y la reforma del Estado, el ataque al terrorismo internacional y la preservación del medioambiente. Precisamente, esta agenda política ha venido avanzándose en el hemisferio americano bajo el Plan de Acción de las Américas suscrito en Miami por los 34 jefes de gobierno en diciembre de 1994.

En este contexto, la problemática de destrucción de sociedad en Colombia adquiere unas características "disfuncionales" que incluso pueden agudizar las mismas condiciones de destrucción social o aún impedir la creación de condiciones propicias para un eventual proceso de transición hacia la construcción de sociedad. Siendo la agenda de las Américas guiada bajo la égida y el papel catalizador del país hegemón --Estados Unidos--, resulta evidente que el proceso de destrucción social de Colombia no pueda ser concebido al margen de la globalización hemisférica.

Ello no quiere decir que la globalización sea el único ni el más importante condicionamiento del proceso de construcción social en el país. Es más, la globalización capitalista neoliberal es susceptible de sufrir serias transformaciones, ante la eventual exacerbación de contradicciones, conflictos y desigualdades entre distintos sectores de las sociedades en países desarrollados y en países del Tercer Mundo por la creciente exclusión de grupos de sus poblaciones que podrían llevar a erosionar el apoyo político y social al modelo globalizador vigente. Ante estas circunstancias no debe descartarse la necesidad de avanzar en la propuesta de modelos alternativos dentro del capitalismo, sobre la cual reflexiona hoy la socialdemocracia en países europeos, o incluso de otros como el caso de un modelo humanista de globalización, que aún no se ha estado en capacidad de concebir.

En el capitalismo de hoy las relaciones políticas se vuelven al menos tan determinantes como las económicas, una vez superado un avanzado estadio de internacionalización de las economías y bajo el modelo de globalización neoliberal con la vigencia de la apertura y reforma estructural en la mayoría de las economías del mundo. Una de las razones consiste en que para progresar en la institucionalización del modelo neoliberal globalizado se requiere de la aplicación de normas, regulaciones y principios en la esfera propiamente política y no sólo en la propia instancia de operación de los mercados y de los agentes económicos. Ello porque el mercado es una institución social creada, modificada y perfeccionada por la acción racional y mediante la adopción de normas que moldean y regulan el comportamiento entre agentes económicos en el mercado.

El mercado es una relación de intercambio entre agentes. Bajo la concepción neoliberal y de la libre competencia se supone que es una institución social donde los diferentes agentes intervienen, en teoría, en condiciones de igualdad en el intercambio, y con las mismas capacidad y oportunidad para satisfacer sus necesidades, a través de su interacción en el mismo mercado. En ese sentido se requiere de unas disciplinas, de unas normas y de unas instituciones que faciliten la interacción y el acceso a la información para poder realizar el intercambio entre actores de la sociedad en condiciones de competencia.

Al aceptarse al mercado como una institución social, bajo la óptica de la competencia ideal se requiere de un entorno no sólo económico sino también normativo, institucional y político, propicio para la igualdad de oportunidades de los agentes económicos participantes.

La instauración del mercado y del régimen de competencia tiene como contrapartida la necesidad de desarrollar un régimen político que responda a los mismos postulados básicos --como principios teóricos abstratos-- del régimen de competencia.

El primero es el de la "igualdad" de los agentes en el proceso de decisión política para la definición de las prioridades sociales mediante el derecho al voto, lo que en términos de mercado implicaría el derecho de los agentes a participar e interactuar a través de la relación oferta-demanda.

El segundo es el de la soberanía en las decisiones. Se supone teóricamente que en el mercado, el agente económico es soberano en sus decisiones. Similarmente, en el régimen democrático uno de los postulados centrales es que cada ciudadano, con el acervo de información y de oportunidades que dispone, es soberano en sus decisiones; y otro es que no deben haber fuerzas externas que lo lleven a definir o condicionar sus decisiones en la esfera de lo político.

El régimen político que debería acompañar al modelo teórico neoliberal no es el que impera en la realidad en la etapa actual del proceso de globalización. El régimen vigente en muchos casos no es el más propicio al régimen neoliberal de competencia.

Ahora bien, cuando hay creciente interacción entre sociedades, en este caso entre países, y se busca instaurar un modelo neoliberal de mercado a nivel internacional, se hace evidente la necesidad de ir adecuando no sólo el régimen democrático jurisdiccional a nivel de cada sociedad, sino de ir avanzando en la internacionalización de un sistema económico, político y jurídico.

A medida que se avanza en el proceso de internacionalización y multilateralización del régimen de competencia, en este caso el neoliberal, se requiere ir reformando internacionalmente la jurisprudencia normativa e institucional en lo político y en lo económico para facilitar y propiciar la eficiencia y la efectividad de un "mercado cada vez más global".

La profundidad de la globalización política está íntimamente relacionada con el avance de la globalización económica. En la actualidad la globalización política adquiere especial preponderancia ante el progreso del modelo económico neoliberal, la internacionalización productiva, la descentralización del proceso de trabajo y de acumulación de capital a nivel mundial con la revolución tecnológica-informática, y la incorporación de las economías socialistas al régimen de mercado. A esta altura del proceso de globalización no gratuitamente se han ido multilateralizando un conjunto de principios y normas para la conducción de relaciones bajo la égida de los países dominantes, hegemónicos del sistema y en el contexto de un modelo neoliberal en lo económico y de uno neoconservador en lo político .

En la etapa actual de la globalización sobresale un país como hegemónico --Estados Unidos-- en el que rige un régimen de competencia consolidado (aunque no de competencia "pura y libre") con un modelo democrático formal avanzado y con un sistema normativo, regulatorio y jurisprudencial desarrollado a la luz de las condiciones específicas del modelo neoliberal. Cuando ya interactúa el sistema social, económico y político del país hegemón con los de otros países del sistema, en aras de tomar el mayor provecho posible de la globalización bajo las condiciones de competencia imperante, el hegemón ejercerá evidentemente una influencia creciente, y determinante en algunos casos, sobre el tipo de régimen, principios, valores, normas y jurisprudencia a ser implantado por el sistema en su conjunto.

En este sentido, un elemento central a tener en cuenta es la conveniencia (o no) para países no hegemónicos del sistema, de adoptar el mismo (idéntico) régimen jurisprudencial, normativo y regulatorio en lo político y económico vigente en el país hegemónico, para avanzar en la implantación de un modelo como el neoliberal ---que corresponde a intereses y condiciones básicas del país hegemón--. O si, por el contrario, dada la diversidad de las condiciones de competencia del mercado y de condiciones en la esfera política, se deban implantar, al menos de manera temporal, regulaciones, normas y regímenes relativamente diferenciados que puedan propiciar mejores condiciones para transitar hacia un régimen regulatorio de las relaciones entre países, en términos más creativos e igualitarios en lo político, económico y social.

Este tema crucial debe ser dilucidado cuidadosamente en el caso de Colombia en su transición hacia la construcción de sociedad. Es el hecho de que si bien el país hace parte de un régimen internacional imperante, deberán aprovecharse márgenes de maniobra para adecuar el modelo político y económico de referencia a uno relativamente diferencial más propicio y favorecedor de los cambios y transiciones societales requeridos para la construcción de un nuevo país que esté en mejores condiciones de afrontar los retos de la globalización y de evitar en lo posible su "marginamiento destructivo" del nuevo orden mundial.

La aplicación internacional de principios rectores podrá influir en la construcción social de Colombia, en razón de que las principales frentes de destrucción social del país guardan una estrecha relación con la agenda política en proceso de multilaterización, en especial en el hemisferio americano. De ahí la importancia de analizar cuidadosamente una estrategia de internacionalización del proceso de construcción social en Colombia.

Sólo para mencionar un ejemplo es claro que por diferentes razones circunstanciales más que estratégicas, el grupo guerrillero más fuerte del país y el gobierno de turno han creído que la internacionalización del proceso de diálogo sobre el conflicto armado --como etapa preliminar a un eventual proceso de negociación-- podría ser propicia para la búsqueda de una posible resolución de la confrontación, de forma simultánea con un avance en la sustitución de cultivos ilícitos y en la erradicación del narcotráfico en el país.

Para ello han considerado que mediante el financiamiento para la sustitución de cultivos ilícitos y con la inversión de recursos en las zonas afectadas, como base fundamental de la estrategia, se podría avanzar en la erradicación de la coca y el debilitamiento del narcotráfico, en el entendido de que se cuente "con la buena voluntad y disposición" del grupo armado para ejercer su poder político y coactivo sobre la población cultivadora. Para implantar dicha estrategia se buscaría el apoyo de la comunidad internacional, a través del Programa de Fiscalización para las Drogas de Naciones Unidas y contando al menos con la no oposición del gobierno de Estados Unidos como protagonista determinante en la conducción del tema del narcotráfico en el hemisferio.

Para este grupo guerrillero esta estrategia puede ser beneficiosa en la medida en que preservando su presencia en una zona de cultivos bajo su influencia y contando con recursos --en la práctica especialmente de origen interno-- para el mejoramiento de las condiciones de vida de los pobladores, lo mismo que en la infraestructura de la zona, iría no sólo legitimando su predominio territorial sino además reinvindicando para su propio provecho político y estratégico los frutos del posible mejoramiento de las regiones, con cargo a recursos de la sociedad colombiana como de algunos recursos crediticios externos y algunos pocos aportes internacionales.

A su vez, para el gobierno de turno podría tener réditos de corto plazo en la medida en que se avanzaría hacia una negociación con el grupo insurgente más fuerte y que se contaría con el aval de la comunidad internacional, al menos en el corto plazo.

Ahora bien, en la medida en que el negocio del narcotráfico mantenga una de las más elevadas rentabilidades a nivel internacional y dado que las zonas potenciales de cultivo de coca están circunscritas, en medida determinante, a países andinos, Colombia continuará siendo un país con claras ventajas geográficas y estratégicas para cultivos ilícitos como los de coca y amapola.

No obstante, siendo el control al tráfico de drogas ilegales prácticamente la mayor preocupación de la opinión pública de los Estados Unidos y uno de los objetivos principales del gobierno de ese país, ante la primacía del problema del consumo interno de drogas en su agenda política doméstica, su apoyo a esta estrategia sólo sería convalidado en tanto que Colombia lograra avanzar en la erradicación efectiva del narcotráfico. Dado que el narcotráfico atraviesa el núcleo central del conflicto armado, mediante su financiación a diferentes grupos en conflicto, y ante el poder económico y territorial que ha ido acumulando en el país, la sustitución de cultivos en sólo aquellas zonas de influencia de uno de los grupos guerrilleros puede motivar el desplazamiento de los cultivos de coca y amapola hacia otras regiones del país, tanto de aquellas con precaria presencia del Estado como las de territorios bajo el predominio de otros grupos armados o incluso de sectores aliados al narcotráfico.

De esta forma, aún si se sustituyeran cultivos ilícitos en las zonas de influencia del grupo guerrillero en referencia, Colombia podría continuar siendo importante exportador de drogas a Estados Unidos, lo que llevaría al gobierno estadounidense a enfrentar un serio conflicto político ante su electorado para seguir aceptando dicha estrategia. Como respuesta, el gobierno de Estados Unidos no sólo tendría que imponer restricciones a Colombia, mediante mecanismos como la descertificación y otros de índole unilateral, a nivel político y económico, sino que además reforzaría otras políticas de combate al narcotráfico como una mayor cooperación militar para el control aéreo y marítimo del territorio colombiano, y/o una más agresiva política de fumigación de cultivos sobre zonas ya no sólo selváticas del país, con los graves problemas ecológicos y sociales que ello implica.

Bajo este eventual escenario y en la medida en que no se avance con la aplicación internacional de un "verdadero" esquema de corresponsabilidad entre países consumidores y productores --bajo principios como los de reciprocidad y equidad--, preservándose el esquema hegemónico vigente, en el mediano y largo plazo tal tipo de estrategia de internacionalización para afrontar el conflicto armado podría traer severas consecuencias en las relaciones del país con el hegemón del hemisferio y además agudizar conflictos y contradicciones internas para el avance en la construcción social en Colombia.

El ejemplo anterior muestra cómo la globalización política y el Plan de Acción Hemisférico condicionan de facto los procesos de transformación económicos y políticos en los países integrantes del sistema, y en diversas instancias de acción determinante, según el caso. De ahí la necesidad de desarrollar estrategias cuidadosas para que en debida consulta con los restringidos márgenes de autonomía relativa disponibles para un país como Colombia, puedan aprovecharse algunas oportunidades brindadas en su momento por la internacionalización y también reducirse en lo posible sus condicionamientos negativos, para al fin de cuentas gestionar estratégicamente una internacionalización creativa y no destructiva y perversa.

C. Transición hacia la construcción de sociedad en Colombia.

Los problemas estructurales de la sociedad colombiana constituyen, en últimas, razón esencial de las condiciones objetivas y subjetivas de la situación de destrucción social que vive el país. Entre los principales desafíos estructurales sobresalen, entre otros, la restitución de la primacía de lo público y de la legitimidad del Estado con el monopolio a su cargo en la aplicación de la justicia y el derecho, su función de racionalizador del interés colectivo y su papel inalienable en la defensa del "bien común"; la plena vigencia del imperio de la ley y la preservación de los derechos humanos; la implantación de un desarrollo económico, social y medioambiental sustentable; el compromiso societal de buscar satisfacer necesidades básicas (educación, salud, justicia) e incorporar a la vida moderna a amplios estratos de la población, y, en fin, la construcción de una sociedad moderna y democrática en las esferas política, económica y social.

El desafío central para la sociedad colombiana es cómo abordar privada, colectiva y públicamente su transformación. La participación es uno de los temas centrales del proceso. En la Constitución de 1991 se instituyeron propósitos y se crearon mecanismos, normas, procedimientos para ir avanzando hacia una mayor participación social en las diversas esferas de la acción pública y privada en el país.

Sin embargo, a pesar de haberse cumplido aparentemente los procedimientos democráticos formales, mediante la elección de una Asamblea Constituyente --eso sí, con una de las mayores abstenciones electorales de la historia colombiana--, y de haberse instituido propósitos nacionales, que en la mayoría de los casos parecieran ser ampliamente compartidos por la sociedad, no ha logrado en gran medida ser aprehendida y llevada a la práctica por los ciudadanos.

El problema esencial consiste en que el proceso constitucional de 1991 no configuró un verdadero "contrato social", entendido como un acuerdo societal sobre un ordenamiento político, económico y social fruto de la convicción y del compromiso entre grupos y sectores representativos de la sociedad, y no de la imposición de los intereses de unos grupos dominantes (legales, ilegales o paralegales) sobre el resto de la sociedad --supeditándose lo público a los intereses privilegiados privados--, ni tampoco de un esfuerzo intelectual de los "elegidos" sin ser avalado por un verdadero comprometimiento social de los electores.

De no progresarse en un verdadero proceso de conscientización colectiva sobre el avance de la destrucción social en el país y de no alcanzarse un compromiso colectivo-público para la construcción de un "nuevo" país, la mera realización de otro proceso constitucional similar al anterior no aportaría sustancialmente al cambio social, sino que por el contrario podría configurarse en una frustración nacional más. Colombia caería en el gravísimo error de volver a creer que el problema es crear otra constitución sin surtir el proceso societal básico para un estricto comprometimiento alrededor de un nuevo "contrato social".

Un proyecto nacional no surge solamente de la bondad intrínseca de la razón porque si así fuera ninguna sociedad enfrentaría serios problemas ya que siempre existirán "privilegiados razonadores" que podrían concebir el "proyecto ideal" para la sociedad.

El "contrato social" surge de un proceso de conscientización convicción, compromiso privado-colectivo-público para la transformación de la sociedad. La transición a la construcción de sociedad no resulta de la negociación entre unos pocos privilegiados alrededor de temas particulares, sino que se trata de una conscientización y compromisos colectivos de la problemática social y de su transformación de manera integral y comprensiva.

Este pareciera ser, al menos en principio, un planteamiento idealista, pero dada la profundidad de la destrucción social del país, la construcción de una nueva sociedad habría de requerir una "verdadera" utopía. Utopía entendida como la creación de la ideología de cambio social para superar el des-ordenamiento actual mediante la construcción de un nuevo ordenamiento democrático incluyente en lo político, económico, social y cultural.

El proceso de utopía puede ser ilustrado en lo productivo mediante el tránsito de una cultura rentística predominante hacia una verdadera cultura empresarial capitalista, en el contexto de la globalización del sistema capitalista mundial, en la que se privilegia la ganancia como fruto del trabajo, la inversión, la innovación y la competitividad.

De forma simultánea, avanzando en la imposición de una nueva cultura de coordinación entre lo privado, lo colectivo y lo público para el mejoramiento de la competitividad de los sistemas productivos dado que en la etapa actual del capitalismo globalizado la competencia no es exclusivamente entre firmas aisladas independientes de su entorno económico, sino fundamentalmente entre sistemas productivos en los que actúan y se desarrollan las firmas para afrontar la competencia a nivel cada vez más internacionalizada.

Para profundizar en la competitividad sistémica resulta indispensable el mejoramiento del entorno metaeconómico (cultura capitalista en lugar de rentística), macroeconómico, mesoeconómico (estabilidad y transparencia de normas y regulaciones del mercado, prevalencia de los derechos de propiedad, reducción los costos de transacción, capacitación de recursos humanos, adecuación de la infraestructura vial y telecomunicaciones) y microeconómico a nivel de la firma. Dicho mejoramiento requiere de una acción coordinada entre las instancias privada (individual-micro), colectiva (a nivel de las firmas relacionadas en un proceso productivo, desde actividades primarias hasta industriales finales y de servicios, como es el caso de las cadenas productivas, de los sindicatos y asociaciones laborales y de los gremios sectoriales) y pública (institucionalidad responsable de la formulación y aplicación de políticas públicas)

Esta coordinación implica tanto el intercambio de información básica en beneficio de firmas, gremios y asociaciones laborales relacionados en su conjunto (por ejemplo, en la cadena productiva), como también la distribución de responsabilidades privadas- colectivas-públicas para la financiación, gestión, coadministración de las acciones requeridas para la profundización de la competitividad sistémica.

Bajo el modelo de sustitución de importaciones del pasado la política pública era concebida de "arriba a abajo" y respondía en buena medida a intereses de grupos privilegiados, sin la imposición a estos de responsabilidades adicionales como contrapartida. Así, a empresas privilegiadas no se les comprometía a avanzar en el mejoramiento de su competitividad y productividad o al aumento de sus exportaciones, por ejemplo, como contrapartida al usufructo de protección a la competencia externa, de créditos recibidos en condiciones preferenciales, o de otras políticas públicas en su beneficio.

A diferencia, en la etapa actual de la competencia abierta, la política pública debe surgir de un proceso de coordinación más de tipo "horizontal que vertical", con la asunción efectiva de responsabilidades precisas de los agentes comprometidos bajo un estricto escrutinio público-colectivo-privado sobre el cumplimiento de obligaciones adquiridas.

Para avanzar en esta transición se requiere que el empresariado en su conjunto o al menos el empresariado representativo con claro poder decisorio adquiera conscientización suficiente sobre el interés sistémico de adoptar este nuevo paradigma de comportamiento –y, en su medida, las agremiaciones sectoriales y las asociaciones laborales--, ya que de insistirse en la lógica tradicional vigente se atentaría seriamente contra sus propios intereses sistémicos, perdurables de mediano y largo plazo.

Una vez adquirida la conscientización se debería avanzar en el comprometimiento con otros actores de la sociedad para la implantación del nuevo modelo o esquema de coordinación privada-colectiva- pública en lo propiamente productivo.

El caso de lo productivo es el más específico, aprehensible y directo que muestra la necesidad de que actores centrales para el proceso de transición y cambio social, como son el empresariado y las asociaciones laborales, adquieran la conscientización y compromiso de adoptar un nuevo modelo productivo en pleno proceso de apertura económica y globalización. Esta sería una de las bases prácticas para avanzar de forma simultánea en un proceso de cambio en lo político con otros sectores de la sociedad.

Pero la tarea fundamental y la más difícil para la construcción de sociedad en Colombia es precisamente lograr la participación de los ciudadanos de una sociedad fragmentada en la que priman los intereses privados sobre los públicos-colectivos.

A esta altura de su proceso de desinstitucionalización, el Estado colombiano adolece del suficiente poder de convocatoria ante sus ciudadanos para erigirse como el conductor único de esta tarea. En consecuencia, una prioridad de la sociedad es restablecer para el Estado el cumplimiento de su papel de ente social racionalizador del interés colectivo. No debe olvidarse que se ha considerado que el Estado es "un conjunto de medios jurídico-coactivos ordenados en un sistema instrumental", cuyo propósito es la preservación del "bien común".

En la convocatoria para la búsqueda de este propósito se encuentra uno de los principales medios para la institucionalización del Estado ante sus ciudadanos.

Los partidos políticos en general juegan aquí un papel crucial como impulsores naturales del proceso de institucionalización del Estado. Pero ellos a su vez deben realizar al menos tres tareas fundamentales en su propio seno, tendientes a rescatar su carácter democrático. La primera es romper con su papel de cabilderos ante el Estado de los intereses particulares o de grupos con influencia fundamentada en cualquier tipo de poder, anteponiéndolos sobre intereses colectivos de sus miembros o los expresados en sus programas.

La segunda es la de recuperar su papel de formadores de opinión pública, volviendo al estudio e interpretación concienzuda de la problemática del país. Y la tercera, asociada con la anterior, es la de buscar formas más elevadas de participación de sus miembros en la conducción de la sociedad, formalizando el reconocimiento de la "quiebra" del modelo de partido de masas ligados a la búsqueda de poder en democracias representativas, explorando expresiones de democracia directa o estrechamente ligada con la cotidianidad de los miembros, en caminos que propendan por redimir la fragmentación actual de la sociedad colombiana y le permitan el control y la fiscalización sobre los asuntos públicos-colectivos.

Aparte de unos partidos políticos debidamente legitimados y funcionales a la luz de las exigencias de un ordenamiento democrático en el mundo actual y de los desafíos que plantea la construcción de sociedad en un país como Colombia, se requiere profundizar en la participación del ciudadano en el control y la fiscalización del manejo de asuntos de interés público-colectivo, a través de diversas formas de organización desde asociaciones comunales hasta entidades no gubernamentales a nivel local, nacional e incluso internacional, entre otras.

A manera de parangón con el esquema de coordinación público-colectivo-privado en la esfera productiva, en la esfera política tiene que avanzarse en un esquema participativo de identificación, conciliación y control fiscalizador entre: el ciudadano como ente individual básico del ordenamiento político; los agentes colectivos instituidos para representar lo privado ante lo colectivo-público, como serían, por ejemplo, los partidos, las asociaciones ciudadanas y las ONGs, en el proceso de doble vía de identificación y conciliación entre intereses particulares e intereses colectivos-públicos; el Estado como el ente responsable de preservar el "bien común" en estrecha consulta y permanente interacción y escrutinio con los agentes colectivos representantes de intereses privados-colectivos identificados mediante un proceso democrático de participación ciudadana, siendo el Estado objeto de irrestricto control fiscalizador por parte de los agentes colectivos y la propia ciudadanía en la conducción de asuntos públicos-colectivos.

A su turno, en las condiciones actuales de la sociedad, de la relación entre lo público y lo privado, y de la estructura estatal no es posible avanzar en la construcción de un nuevo "contrato social". El país requiere de profundas transformaciones en su institucionalidad y en la estructura organizativa del Estado que garanticen un ambiente propicio para la implantación de reformas sociales integrales, conducentes a la verdadera paz y al desarrollo como sociedad moderna regida por una democracia incluyente en lo político, económico y social. Estas reformas integrales sólo pueden surgir de un consenso de la sociedad, con la activa participación de sus diversos estratos en el proceso de diseño, financiación, implantación, administración y supervisión del "contrato social".

A su turno, parte fundamental de la transición es la necesidad del cambio institucional, normativo y organizacional del ordenamiento político, económico y social vigente en el país. Se requiere un cambio de la racionalidad que sustituya la lógica rentística del funcionamiento del Estado con la introducción de una racionalidad de servicio público bajo criterios esenciales como los de eficacia, transparencia y estricto control fiscalizador por parte de la ciudadanía (accountability)

El Estado deberá recuperar su carácter esencial de ente representativo del interés colectivo, con legítimas funciones sociales en la búsqueda de la equidad, el mejoramiento de las condiciones de vida y el bienestar de sus asociados. Se deberá, entonces, propender por un Estado legítimo, sólido, eficaz y moderno para responder a las exigencias del modelo de globalización imperante y, más importante aún, para buscar la institución de un ordenamiento verdaderamente democrático e incluyente en lo económico, político y social.

Además es indispensable entender que la transición requiere transformar estructuras de funcionamiento estatal en los campos organizacional, procedimental e institucional. Uno de los problemas graves con la Constitución de 1991 es que no se fundamentó en un diagnóstico integral actualizado de la problemática social del país, ni brindó debida atención a la instrumentación e institucionalización del proceso de tránsito hacia el proyecto nacional pregonado.

Es claro que si no se procede a una reorganización del aparato del Estado mediante una profunda reingeniería y racionalización de entidades clave encargadas de la provisión de servicios públicos --salud, educación-- y de la aplicación de la justicia y la preservación del orden en estricto cumplimiento del derecho, no se podrá garantizar la creación de condiciones financieras, organizativas y burocráticas que permitan cumplir de manera eficaz con sus obligaciones públicas sociales.

Sobresale la inoperancia funcional de la organización actual de instituciones del Estado, ya que, por ejemplo, al menos un 60 por ciento de su presupuesto está dirigido a gastos de funcionamiento para el pago de nómina y cargas pensionales, dejando apenas menos de un tercio para gastos generales y gastos de inversión en infraestructura y modernización para la prestación de servicios. Con la organización actual se tiende cada vez más a reducir el presupuesto destinado a la modernización y tecnificación, impidiéndose así que se pueda mejorar la conducción de las funciones públicas. Esta dinámica es todavía más perversa en la medida en que se requiera avanzar en el saneamiento estructural de las finanzas públicas y en una racionalización del gasto público, como ocurre en la actualidad en el país.

Para que la función pública pueda relegitimarse y cumplir efectivamente las responsabilidades que le competan dentro de ese nuevo "contrato social", una condición necesaria, aunque no suficiente, consiste en adelantar una profunda "reingeniería" en la organización estatal, en la lógica operativa y en las finanzas públicas. En las condiciones actuales del país este proceso de reingeniería exigirá de la sociedad de verdaderas conciencia y voluntad colectivas para su concreción, y de un mayor compromiso y esfuerzo económico para asegurar su financiamiento. Esta reingeniería se debe referir al rediseño, redimensionamiento, recomposición y adecuación de la estructura, planta, funciones y procedimientos, y al financiamiento necesarios para velar por la eficacia y rentabilidad social de todos los entes responsables de la función pública. En estas circunstancias resulta inevitable proceder a una reingeniería institucional que permita adecuar las organizaciones en función de una mayor eficacia en la prestación de servicios y de su progresiva modernización y competencia. Todo ello bajo una estricta racionalidad de servicio público.

Entre los sectores que requieren ser sometidos a este proceso de reingeniería sobresalen los de justicia, educación, salud y defensa (ejército y policía) El caso del ejército resulta bien indicativo en la medida en que en los últimos años la sociedad ha canalizado crecientes recursos para su modernización dentro del propósito de afrontar en mejores condiciones y con la mayor efectividad posibles el conflicto armado, y de restituir la legitimidad del Estado en amplias zonas del país. En efecto, el exceso de gasto militar en Colombia con respecto al promedio de los países de Latinoamérica por el hecho de enfrentar una situación de guerra, se ha ido incrementando de un 1% del PIB en 1991 a un 1.6% en 1997, pero con la característica cuestionable (por no decir perversa) que, como lo ha sido tradicionalmente, más de un 70% del gasto se dedica al funcionamiento --una buena porción a pagos de pensiones y otra creciente a la nómina de un pie de fuerza en permanente aumento-- y apenas un 12% a la inversión.

En la medida en que se ha optado por una estrategia de aumento de planta en buena parte no profesionalizada, con un régimen prestacional y de escalafonamiento "excepcionales" y con una composición de la planta desfavorable en términos de la capacidad militar de combate --con una excesiva proporción entre unidades de apoyo y de combate: 7 a 1, en comparación con unos niveles internacionales de 4 o 5 a 1--, no sólo se ha creado una "inercia estructural" al aumento del gasto en funcionamiento a costa de las posibilidades de modernización mediante la inversión en inteligencia militar y equipo, por ejemplo, si no que tampoco se ha mejorado correlativamente la efectividad operativa de la fuerza militar.

Es de resaltar que en términos de las finanzas públicas --para no tratar los aspectos operativos y de efectividad militar propiamente dichos-- de no introducirse cambios en la estrategia observada y de continuarse con la tendencia seguida en el país en la última década, en el año 2004 Colombia le podría estar dedicando un 5.6% del PIB para el financiamiento del sector de la defensa --esto es, cerca de un 4% del PIB por encima del resto de la región--. Este nivel de exceso de gasto de defensa no se compadecería de manera alguna ni con la precaria situación de las finanzas públicas en una perspectiva de corto, mediano y largo plazos, ni con claras prioridades de índole social y económica.

No sobra resaltar que ante la grave situación estructural de las finanzas públicas y dada la necesidad de avanzar en la corrección sistémica de la dinámica del déficit fiscal, en los próximos años será indispensable no solamente reforzar los ingresos del Estado especialmente a través de la lucha contra la corrupción, la evasión y elusión tributarias, y del desmonte de exenciones y deducciones, sino además de la racionalización y reducción del gasto público en consulta con estrictos criterios de carácter social y económico.

Resulta paradójico que precisamente los sectores sociales de la función pública mencionados atrás sean de aquellos a los que por normas constitucionales y por actos legislativos se les ha incrementado sustancialmente su financiación en los últimos años, con miras a garantizar su modernización, reforma y eficiencia, sin que ninguno de estos objetivos se haya alcanzado en la práctica.

Premisa básica de la reingeniería consistiría en garantizar que el "dividendo social" no se materializara favoreciendo a unos pocos estratos y a costa de ciertos agentes y grupos de la sociedad como pueden ser los empleados y trabajadores actualmente vinculados a entidades oficiales, sino que debiera distribuirse equitativamente permitiendo, por ejemplo, una retribución a los empleados que deban ser desincorporados mediante su calificación y preparación con miras a posibilitarles su vinculación a la economía en condiciones aceptables --aparte de las prestaciones que legalmente les correspondan--.

A la par con la aplicación de la reingeniería habrá de irse consolidando un amplio consenso sobre el alcance, contenido, instrumentación, aplicación, administración y permanente evaluación de reformas integrales indispensables para la construcción de una nueva sociedad.

La programación, financiamiento y ejecución de las reformas sociales, de la reingeniería y reestructuración de la función pública, y de la realización de las otras actividades propias del Estado deben ser articuladas y priorizadas estrictamente en lo que se debe concebir como un plan de desarrollo para la construcción de sociedad en una perspectiva de corto, mediano y largo plazos, bajo la responsabilidad indelegable e inalienable del Estado como ente responsable del interés colectivo y en una permanente consulta con y entre agentes, movimientos y asociaciones ciudadanas y políticas dentro de la nueva institucionalidad para el relacionamiento público-privado.

Ante las severas exigencias financieras de un plan de esta naturaleza y la precaria situación de las finanzas públicas en el país, y en razón del carácter de la responsabilidad pública-privada en el desarrollo del nuevo "contrato social", no sólo corresponde sino que se hace inevitable el comprometimiento fiscalizador y el aporte financiero de todos los agentes, tanto públicos como privados, y de acuerdo con su capacidad económica y con su "dividendo de paz", para la implantación del plan de desarrollo para la construcción de sociedad.

Antes de concluir, es de reiterar que el proceso de transición que abarca desde lo procedimental y normativo a lo institucional y cultural, debe partir de principios fundacionales básicos. Estos principios deberán regir como referencia permanente el proceso de transición y de construcción de una nueva sociedad. Entre los principios inalienables para un ordenamiento democrático son de mencionar: el derecho a la vida bajo cualquier condición, el imperio de la ley, la preservación del orden legalmente instituido y la aplicación de la justicia bajo principios de igualdad. Estos principios sólo serán preservados en la medida en que se institucionalice un Estado representativo y se legitime el sentido de su autoridad, fruto resultante de la convicción de los ciudadanos y no sólo por el temor de la aplicación de la fuerza.

Esto supone necesariamente la implantación de un principio rector esencial: la legitimidad y la institucionalización del papel del Estado como responsable en la defensa del "bien común". Desafortunadamente, sólo podrá llegarse a la preminencia efectiva de estos principios en la medida en que se vaya avanzado en la consolidación de un ordenamiento político, democrático e incluyente. Entretanto, el reto para la sociedad es avanzar en la aceptación de estos principios como guías fundamentales para la conducción de las relaciones sociales bajo el compromiso de interponer esfuerzos y acciones encaminadas a detener el proceso de destrucción social y viabilizar la transición hacia la construcción de una nueva sociedad.

En este sentido, como en el caso de un verdadero ordenamiento democrático, la paz se ha de constituir en el fin procedimental inicial y simultáneamente erigirse como el fin último alcanzable por la sociedad.

Es por ello que la paz no es sólo la resolución de un conflicto como el armado en un proceso de destrucción social como el colombiano, sino esencialmente la construcción societal de un nuevo "contrato social" y la institucionalización de un nuevo ordenamiento democrático incluyente en lo político, económico, social y cultural.